martes, 4 de noviembre de 2014

Pudo ser así...



Mascullando improperios para sus adentros, la comitiva formada por trescientos soldados romanos, caminaba entre pinares, con caminos polvorientos, de aquél verano hispano.
Las jaculatorias dirigidas a sus dioses, no pasaban desapercibidos para los mandos, quienes, para no tensar aún más la cuerda, decidieron hacer oídos sordos; entre otras razones, porque cuando los oficiales se comunicaban entre sí, los juramentos aún eran mayores.
No era un desierto, no; pero la meseta, plagada de tierras incendiadas; quemadas con el objetivo de quedar sin grano al enemigo, se convertían en Calderas del Averno; que sumaban el calor de las llamas al sofoco de aquél extremo verano.
Caminaban, obligados por el tren de marcha militar, con los ojos hacia el infinito, abstrayéndose del dolor de sus huesos y del entorno; a la vez que las pupilas de sus ojos se dilataban, de vez en cuando, creyendo adivinar en la lejanía alguna fonda donde poder beber una jarra de agua fresca; no la recalentada de sus cantimploras de campaña. Eso, quienes precavidamente, aún conservaban algún buche de tan preciado como caliente líquido.
Transitaban de oeste a este; en una dirección aproximada que les acercaría a la ciudad arévaca de Numancia; ya empezada a ser sitiada por el gran contingente, enviado expresamente por el Senado romano, con la intención primaria de doblegar al "pequeño - gran" obstáculo para el Imperio si quería llevar a cabo su segundo propósito, menos diáfano, de terminar con el completo dominio de la Península Ibérica.
A medida que el sol llegaba a su cenit, el calor aumentaba desproporcionadamente; hasta el punto de que los oficiales al mando, cada vez acortaban más los momentos de dar descanso a la tropa.
Caminar entre pinares, no conllevaba, particularmente, respirar aire más fresco. Todo lo contrario; eran  zonas calurosas en las que el monótono ruido del canto de las chicharras dominaría al silencio, si no fuera porque el pesado arrastre de los pies de los legionarios por el camino polvoriento, amordazaba también el propio canto del insecto.
Llevaban un grupo adelantado, no demasiado, para prevenir algún poco posible ataque de, como los romanos les denominaban, bárbaros de la zona, a los vacceos; aunque la fuerza iba bastante relajada, ya que la vasta zona pinariega que atravesaban, estaba formada por grandes y macizos árboles de altas y frondosas copas, pero bajo ellas, a ras de suelo, se gozaba de mucha visibilidad; era, por tanto, poco probable ser sorprendidos por los flancos.
Al doblar un amplio recodo que dibujaba la, mal llamada, calzada, el bosque de pinos se abría brusca y dilatadamente; replegándose contra unas lomas y dejando ante la vista de los soldados romanos unos grandes campos de cereal; en medio de los cuales se atisbaban una decena de maltrechas casas de adobe sin un orden preconcebido, pero construidas con cierto ánimo estratégico para una defensa en caso de sufrir un ataque.
La columna se paró al unísono. El Centurión Mayor que mandaba la fuerza, a pesar de ser el equivalente sólo a media cohorte, oteó, con la maestría de un veterano, el paisaje, intentando descubrir cualquier cosa que no sintonizara con el entorno y que pudiera servir de señal de una posible emboscada. Todo parecía estar bien; salvo, quizás, el silencio; que, una vez parada la tropa, reinaba en el ambiente.
No se veía ningún movimiento de gentes o animales; por lo que ordenó avanzar con cautela a la cabeza de su columna en dirección recta hacia el centro del pequeño conglomerado de casas.
No había nadie. Todo estaba completamente desierto. El "orden" que se veía dentro de las casas , era un orden dado por los habitantes cuando estos tienen pensando faltar de ellas una buena temporada... y, sin embargo, los campos llenos de grano maduro, estaban sin segar...
Una vez asegurado el perímetro de defensa, decidieron acampar entre las mismas casas de adobe, madera y paja; pues proyectaban, en algunos rincones, escasas pero sabrosas zonas de sombra. Se desperdigaron por la diminuta aldea para comer sus viandas de campaña y, si la tranquilidad proseguía, dar alguna cabezada para terminar de recobrar parte de sus pertrechas fuerzas.
Media hora después, el improvisado campamento se asemejaba bastante a una charca habitada por hordas de ranas croando al unísono. Los ronquidos eran ensordecedores. Servían, incluso, para dejar en un letargo peligroso, a los escasos vigías dispuestos.
Una molesta y pegajosa mosca, jugueteaba con la oreja de un vélite romano quien, acompasadamente y gran desgana, manoteaba al aire con una mano somnolienta cuando el insecto zumbaba, con intención de volver a la carga, cerca de su pabellón auditivo.
Y una, dos, tres... ¡qué molesta! masculló; un par de manotazos airados, sin dirección concreta, sirvieron para espabilarle justo en el momento que una flecha envuelta en llamas, se clavaba en el marco de la puerta que a él le servía de respaldo. Abrió los ojos todo lo que daban de sí al contemplar como cuatro tejados ardían vorazmente.
¡Nos atacan! ¡A las armas! Fue la consigna más repetida en los minutos siguientes; las techumbres de las casas empezaron a derrumbarse sobre ellas, impidiendo a los legionarios, protegerse dentro de las mismas.
Intercaladamente, llegaban silenciosas saetas, que sólo se manifestaban con su zumbido de muerte cuando ya era tarde.
De las grandes copas de los pinos gigantes, como fortalezas, partían certeras flechas con precisión matemática, atravesando cuellos, pechos o extremidades de los desorientados romanos.
Empezaban a conformarse con esa situación y a albergar la posibilidad de formar columnas protegidos con sus grandes escudos para salir de la ratonera, cuando divisaron que por el camino por el que habían llegado a la aldea, corrían hacia ellos despavoridos, tres yuntas de bueyes a cuyos cuernos se les habían atado teas encendidas y a los que se les había sujetado a sus colas fardos de paja, igualmente encendidos, que, a su vez, ante la estampida, servían para ir quemando todo lo que se encontraban a su paso.
Prestos a recibir la inevitable embestida de las bestias descontroladas, y la posterior fuerza enemiga, los romanos, pilum y escudo en mano, cerraron filas, formando un frente uniforme y pétreo para plantar cara al enemigo.
Casi iban a chocar los toros contra esta columna que se defendía con las jabalinas de los hastati, cuando descubrieron que el fuego ya provenía de los cuatro costados de la aldea. El ardid de enviar los verracos por delante, había servido para atraer la atención romana y, mientras tanto, los vacceos a pie, habían ido azuzando el fuego en el resto de los campos que rodeaban la aldea.
Todo el frente del fuego confluía a la, ahora, pequeña base romana.
Los centuriones repartían órdenes casi inaudibles por el crepitar de las llamas, las flechas seguían cercenando las vidas de los despistados que no se cubrían bien tras los parapetos y una sensación de ahogo impregnaba las gargantas de toda la tropa que les ponía al borde del pánico.
El Centurión Mayor, dio la orden que suponía la retirada y, con él al frente, se abrieron paso en el sentido de su marcha. Y corrieron. Corrieron por espacio de dos horas. Agotados, descansaron en el interior de un pequeño pinar, sobre un altozano, que les permitía ver sin ser vistos. Nadie apareció.
Camino atrás, en la pequeña aldea vaccea, se dedicaban a la labor de apagar lo que podían, a despojar de armas y pertrechos a los muertos y a rematar a los heridos, por simples que fueran sus heridas. No podían dejar ninguno con vida. Serían un lastre.
Contaron los muertos: ¡ciento ochenta y dos! ¡Todo un éxito!. Al menos, esa media cohorte tendría que marchar a algún campamento para reorganizarse si quería seguir con su innoble tarea de quemar los campos de grano de la meseta. Era, más bien, una función de bandoleros que de un ejército.
Grano que los vacceos cultivaban para sí mismos y para aprovisionar a la no tan cercana ciudad arévaca de Numancia; asediada ya, desde hacía semanas, por un gran contingente romano.
Ellos, los vacceos, los habitantes del altiplano, serían los encargados de dar de comer a todo un pueblo dispuesto a dejarse inmolar antes que rendirse y pasar a ser esclavo de Roma.

La Historia contaría, más tarde, el devenir de los acontecimientos...


Presentado al I Certamen de Relato Histórico "Heródoto de Halicarnaso", 2014. Portal Clásico
  
 

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