viernes, 28 de noviembre de 2014

El señor Ginés




Empezaba a emerger el sol sobre el altozano que veía desde la ventana de su habitación, cuando él ya se había aseado en el lavabo de mano que tenía frente a su cama; y afeitado con la navaja de doble hoja, previo haber esparcido la espuma de afeitar, con parsimonia, untando, en la barra desgastada de jabón, la brocha bastante bien conservada; como lo hacía desde tanto tiempo atrás; como lo hacía desde siempre.
Era lo primera labor de cada mañana; o, para ser más exacto, de cada madrugada, día tras día, durante año tras año. Como un autómata.
Todavía en pantalones y con una camiseta sin mangas, independientemente del frío o calor que hiciera, Ginés saboreaba el café de la mañana, negro y sin azúcar, al que acompañaba con un currusco de pan, que él mismo guardaba, cada noche, para su desayuno.
Luego iba su primer pitillo. Los hacía él. Partía una quinta parte del cigarrillo que reservaba y con la otra liaba su propio "pito", con mimo,  ribeteando ambos extremos hacia adentro, para así que no disminuyera su firmeza mientras se quemaba.
Lo fumaba con reposo, como hacía todo en su vida.
Sus setenta y cuatro años cumplidos, le servían para tomarse el tiempo necesario en cada cosa que hacía, en cada trabajo que realizaba.
Nunca se casó. Hacía ya años que no tenía que demostrarse, a sí mismo, lo hombre que podía llegar a ser. En su juventud, tuvo cierto éxito entre las muchachas del páramo, de los pueblos de alrededor; pero no hubo ninguna que le hiciera interesarse, de una manera especial, por ella.
Su metro ochenta y tres de altura, ahora algo más menguada por los años, había supuesto un punto a su favor a la hora de ser "pasado revista" por las mozas y no tan mozas, en la juventud; pero él no las mostraba mayor interés; aunque siempre fue cortés con todas ellas, pues la educación recibida se lo imponía así.
Su tez, morena por naturaleza, y más por lo curtida que se encontraba del trabajo diario al aire libre; le daba un aspecto austero a su larga y enjuta cara que, pese a su edad, no tenía aún, demasiadas arrugas. El bigote blanco, estrecho y corto, le confería cierto aspecto de haber pertenecido, años atrás, al ejército; lo que no fue así, pues el único contacto que con él tuvo, fueron sus dos años de servicio en el Tabor de Regulares en Alhucemas, durante la mili; y de eso, hacía más de cincuenta años.
Aunque un tanto larguirucha su figura, bien podría pasar todavía, por una persona de complexión atlética. El pelo cano que conservaba en bastante proporción, lo llevaba cortado casi a cepillo. Había sido siempre así. La regularidad con la que visitaba al barbero, daba la impresión, a sus vecinos, de que no le crecía; simplemente que  lo tenía de esa manera.
Desayunado y fumado el primer cigarrillo del día, se calzó las botas de media caña que, día tras día, bañaba con grasa de caballo a la vuelta de sus quehaceres en el campo. Un postrer tirón, seco, de la lengüeta trasera terminaba por dejarlas colocadas como él quería.
En la entrada de la casa, de un pequeño perchero, pendía una boina que soportaba magníficamente sus años. La caló en su cabeza y salió a la calle. Antes, había recogido la azada que, pudiéndola dejar guardada en la caseta que para tal efecto tenía en sus tierras, él se empecinaba en llevársela a casa y hacer, todos los días,  el trayecto de ida y vuelta con el apero cruzado sobre su hombro izquierdo. Decía él, socarronamente, que le recordaba al "Máuser" de su lejana mili.
Era un pequeño paseo el que tenía hasta su terreno. A estas horas se cruzaba con muy pocos vecinos. De vez en cuando, algún conejo, asustado, brincaba de lado a lado por el camino, para esconderse entre los primeros hierbajos que le ofrecieran suficiente escondite.
Y empezaba las labores de cada día. Siendo, como era, el mes de mayo, tenía que comprobar que las hierbas no invadieran los surcos que, con gran esfuerzo, había ido haciendo a lo largo del año; y así, debía cuidar con esmero los ajos plantados por San Martín, a mediados de noviembre, y a quienes les faltaba casi un mes para ser recogidos, cerca de San Juan. La expectativas eran buenas. Tendría una excelente cosecha de ajos, salvo traicionera nube de granizo; con la que siempre había que contar: "...el tiempo es el tiempo...", se repetía casi mecánicamente.
Había comenzado a plantar los tomates y le quedaba una hilera que terminó a media mañana. De vez en cuando, miraba al cielo, libre de nubes, y le escrutaba minuciosamente, por si se le había escapado algún punto que detectara una nube en ciernes. Pero no había nada. Fiel a su botijo de loza blanca, de cuando en vez, daba un pequeño sorbo de aquél agua fresca y proseguía su labor.
A media mañana, sacaba un rebojo de pan blanco del día anterior y un trozo de queso, tirando a duro, que todos los días llevaba envuelto en un trapo; y con su afilada navaja, la de siempre, cortaba tres o cuatro trozos de aquél queso que le servía de almuerzo y que terminaba justo a tiempo de dar las doce. Momento en el que se ponía de pie, se descubría la cabeza y permanecía un par de minutos, absorto, mirando al suelo. Era su manera de rezar el "Ángelus".
No frecuentaba la iglesia; iba de tarde en tarde; pero nunca dejó pasar, a lo largo de su vida, esos dos minutos de los que nadie, jamás, supo lo que por su cabeza pasaba.
Reanudó su tarea plantando dos hileras más de berenjenas y tres más de pimientos.
Al otro lado del pequeño camino que dividía su huerto, se veían, ya crecidas, plantas de guisantes en flor; a las que las faltaba ya muy poco para reventar sus vainas y ofrecer sus jugosos frutos.
Sudaba; constantemente sacaba su pañuelo ribeteado por listas azules de diferentes tonalidades y trataba de limpiarse el sudor que, bajo el cerco de la boina, se acumulaba. Otro trago del botijo y a seguir.
En esas estaba cuando sacó del bolsillo del pequeño chaleco que había colgado de un tocón que sobresalía en la rama de uno de los almendros que rodeaban el huerto, su reloj de cuerda; herencia de su abuelo materno, y comprobó lo que, hacía segundos, con sólo mirar la posición del sol ya sabía: las dos de la tarde. Hora de recoger  y marcharse a casa a comer.
Entró en casa, dejó cuidadosamente apoyada contra la pared su inseparable azada, en el zaguán y fue al lavabo a refrescarse cara, brazos y torso. Se mudó la camiseta sudada por otra limpia y entró en la pequeña cocina.
Sobre la mesa, impecable y amorosamente puesta por su hermana, había en un cuenco una refrescante ensalada y, como plato único, unas patatas guisadas con chorizo; porque aunque ya empezaba a hacer calor, se necesitaban energías para continuar con las labores de su huerto.
No era comilón. Lo que  sobró, lo guardó en el frigorífico. Le serviría de cena.
Dos melocotones terciados, fueron el postre. Apuró lo que le quedaba de vino, enjuagó el vaso y, en el mismo se echó café, aún templado, que su hermana le había hecho en una cafetera "italiana".
Encendió un pitillo y se sentó un rato saboreando, con la misma dedicación que había puesto al primero del día. El resto, no los había disfrutado.
Se quedó traspuesto. Era la rutina. Todo estaba controlado.
A la hora y sin necesidad de comprobarlo en su reloj, se acicaló un poco y, una vez más, azada al hombro, se encaminó hacia su "terruño".
Continuó con la hilera de fresas, quienes empezaban a  colorear la segunda remesa de frutos; luego las acelgas, recogiendo alguna hoja más desarrollada; después dio "una azada" a los puerros para acumular un poco más de tierra sobre sus tallos; a continuación controló las cebollas; escardó las lechugas y eligió dos para llevarse. Una se la daría a su hermana.
Por último, comprobó las mangueras del riego. Le tenía automático y de goteo; pero, aunque reconocía que las nuevas tecnologías favorecían, de una manera más privilegiada y, desde luego, ahorrativa, los cultivos; fiel a lo que había visto toda la vida en casa,  una vez a la semana gustaba de inundar, a la vieja usanza, los canales naturales abiertos entre hilera e hilera de plantación. Algo tenía y debía conservar de sus ancestros.
Se encontraba cansado y sudoroso. Regar era la última acción que realizaba cada día en su huerto. Era la manera de que el agua se conservara más tiempo; que no se evaporara sin llegar a dar el beneficio necesario a las plantas.
Se secó el sudor con el pañuelo y lió el último cigarrillo de aquella jornada laboral. Estuvo un buen rato, mientras fumaba, observando si había alguna tarea que se le había olvidado o que estuviera mal hecha.
Aplastó la colilla, con sus botas, contra el suelo. Se deleitó con un último trago del agua fresca del botijo y, "arma al hombro", con su azada, retrocedió, tranquilo, como era todo en él, en su vida el camino de vuelta a su casa.
Una vez bien lavado y quitado el polvo acumulado a lo largo de la jornada vespertina, y ya casi de noche, se tomó las sobras que había dejado de la comida acompañada de una tortilla francesa, tapada entre dos platos y casi fría, regado todo ello con un vaso de vino. Uno sólo. Era suficiente. El postre de la cena era, desde niño, un vaso de leche.
Una vez cenado, se sentó en la mecedora del porche interior que daba a un antiguo corral, hoy, a medio  reconvertir en jardín, y prosiguió la lectura del libro que, desde hacía meses, trataba de terminar. No había manera; un par de hojas era lo máximo que conseguía mantenerse despierto.
Con la misma tranquilidad, dejaba el libro, con cuidado, sobre la mesa de la entrada de la casa desde el jardín; su sitio y procedía a las labores de aseo propias antes de acostarse.
En camiseta sin mangas y sólo con el pantalón de pijama, se enfundaba entre las sábanas mientras recorría su interior y daba las gracias por haber vivido un día más...

Presentado al Certamen de Relatos Cosecha EÑE 2014. Madrid

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