La escena no tenía nada de especial;
cristales, pequeños cascotes y polvo; elementos repetidos en cantidad de sitios
y lugares, en cantidad de casas.
Si no fuera, porque allí aparecía un
elemento diferenciador como de cuento de niños: un zapato, blanco.
La cabeza, inmediatamente, desengrasó
su oxidada memoria y reconstruyó, vagamente, las andanzas de una fregona
convertida en princesa por una noche.
Y el elemento acusador, uno, se
encontraba abandonado en aquellos mosaicos de terrazo con dibujos geométricos
en varios tonos azules.
El zapato de princesa apuntaba hacia
la puerta, única escapatoria para su propietaria quien, escasos minutos antes,
había materialmente volado por los aires, destrozada su espalda por la
metralla, por una granada de algún bando irracional, que simplemente, había
visto moverse una sombra.
La peligrosa sombra tenía quince años
y unos preciosos ojos azules con trenzas rubias. Quince años de ilusiones, de
vida, de paz, de colegio, de amigos, que quedaron en stop, para siempre, en la
retina de la historia. Una historia, además, anónima; sólo para computar
víctimas.
No fue rápida su muerte. Eso sólo
ocurre en las películas con el fin de que los actores tengan, el tiempo justo,
para "hacer escena". La pequeña se desangró lentamente, sin tener ni
siquiera, la posibilidad de quejarse o alzar la voz para que alguien la
socorriera.
No es ético morirse así a los quince
años; sin tan siquiera poder lanzar un juramento a los cuatro vientos contra
tus asesinos. No es justo. Es de poco gusto. Es inmoral.
Y mientras las fuerzas la flaqueaban en aquel rincón al que había
sido empujada tan violentamente, fuera de plano, incluso ya casi de la vida,
recordaba las caras y los juegos de los niños con los que jugaba todos los día
desde pequeña.
Con esos que compartía libros,
secretos, confidencias y, aquellas primeras miradas, emocionadas y cargadas de
pasión, casi angelicales, de aquél muchacho de ojos verdes, un año mayor que
ella que la miraba y remiraba al amparo de una columna, cuando los mayores no
estaban cerca; y que, un día, a la salida del colegio, pasó junto a ella, casi
desplazándola y depositó, en su manto, una preciosa margarita sucia por el
polvo rojizo del camino.
La niña guardó aquél tesoro entre las
hojas del libro de texto de lectura y, todos los días, acariciaba la cada vez
más reseca flor, recordando con un sobresalto el pequeño empujón recibido al
dárselo el muchacho.
El niño, cada vez se prodigaba menos
por las clases; hasta que dejó de ir.
Apareció un día con un grupo, reclutando
niños para que se inmolaran por Alá; sus ojos verdes se cruzaron con los azul
intensos de la niña y, por un momento, se dilataron y, en alguna medida,
recobraron cierto brillo, perdido por los caminos recorridos, en los últimos
tiempos, por el aún imberbe.
Rápidamente , desvió la vista de la
pequeña, concentrándose en las máximas que había elegido, esa mañana, para
convencer a los posibles adeptos.
Dos perlitas , transparentes como el
hielo a punto de derretirse, resbalaron perezosas por las mejillas de la niña.
Esa criatura se acababa de dar cuenta que los príncipes azules suelen
convertirse en gordos y papudos sapos con mayor frecuencia que al contrario.
Esa niña, de un sopapo, se despegaba para siempre de la virginal candidez de
niña; para conocer la sinrazón del corazón cuando amas a alguien y él, por Alá
o por Buda o por Dios, decide separarse de los que, hasta entonces, ha
convivido desde niño, en pos de un
lugar, no se sabe dónde, rodeado de huríes, como así se lo han explicado en la
madrasa.
Y la nueva, recién estrenada mujer al
haberla sido arrebatada tan brutalmente su infancia, se desangraba a golpes de
los, cada vez, más lentos y débiles latidos de su corazón. Ese mismo que había
saltado y acelerado, feliz, ante aquellas miradas, ahora, se paralizaba,
lentamente, recordando la última, que casi no lo fue; pero que en la que acaso,
con ella la estaba pidiendo perdón por los acontecimientos que iban a
acontecer.
Y eran los previsibles para todos;
hasta los niños, casi en sus genes, parecen llevar el marchamo de que en
cualquier esquina, una granada, ráfaga de ametralladora o una bomba
explosionada salvajemente en un mercado, en un colegio, en un parque infantil,
¡da lo mismo! cercenarán sus piernas, brazos o la propia vida a capricho del humor
con el que se haya levantado el Señor de la Guerra de turno; Señor de la Muerte, sea cual sea su bando,
credo político o religioso.
Y la cara, aún angelical, luchaba por
no cerrar todavía esos ojitos; por mantenerlos abiertos con la esperanza de
poder volverlos a cruzar con aquellos otro, verdes y que la pudieran dar una
explicación de lo ocurrido.
Una sombra, alargada, provenía del
hueco donde antes se ubicaba una puerta. Se adelanta hacia ella, dubitativa; su
cuerpo se estremece; ya viene. Se agacha ante ella y coge una de sus cuidadas manos entre las suyas...
no, no...no es la muerte...quizá peor...esos ojos verdes...es él.
La transmite calor; calor ambiguo de
amor y odio, de querer entender y no encontrar sentido a lo ocurrido; de mujer
y niña,; de vida y muerte, mezclado, sin definiciones claras, de tonos grises,
de polvo, cristales, sangre con vergüenza que se mantiene fuera de plano... de
muerte en el ambiente... de zapato huérfano...
Con esfuerzo, busca entre su manto el
libro de lectura y de entre sus páginas, saca una pequeña margarita seca,
ajada, maltrecha y que, a duras penas, consigue dársela al portador de aquellos
ojos verdes.
No ha lugar a más. No hay más. Se
desvanece sin mueca, sin expresión, sin dolor, ya no lo hay, sin vida,
calladamente, sin haber podido decir nada a aquella sombra, o ¿tal vez sí?
Se puso de pie y caminó hacia la luz,
la sombra. En su mano una la flor marchita;
volvió su rostro. Lloró.
La instantánea quedó así impresa, en
el azul de la cerámica.
Presentado al IX
Concurso ARS CREATIO “Una Imagen en Mil Palabras", 2014. Excmo. Ayuntamiento de Torrevieja. Instituto Municipal de Cultura Joaquín Chapaprieta y la Asociación Cultural Ars
Creatio. Torrevieja (Alicante)
No hay comentarios:
Publicar un comentario