martes, 4 de noviembre de 2014

Huérfano






La escena no tenía nada de especial; cristales, pequeños cascotes y polvo; elementos repetidos en cantidad de sitios y lugares, en cantidad de casas.
Si no fuera, porque allí aparecía un elemento diferenciador como de cuento de niños: un zapato, blanco.
La cabeza, inmediatamente, desengrasó su oxidada memoria y reconstruyó, vagamente, las andanzas de una fregona convertida en princesa por una noche.
Y el elemento acusador, uno, se encontraba abandonado en aquellos mosaicos de terrazo con dibujos geométricos en varios tonos azules.
El zapato de princesa apuntaba hacia la puerta, única escapatoria para su propietaria quien, escasos minutos antes, había materialmente volado por los aires, destrozada su espalda por la metralla, por una granada de algún bando irracional, que simplemente, había visto moverse una sombra.
La peligrosa sombra tenía quince años y unos preciosos ojos azules con trenzas rubias. Quince años de ilusiones, de vida, de paz, de colegio, de amigos, que quedaron en stop, para siempre, en la retina de la historia. Una historia, además, anónima; sólo para computar víctimas.
No fue rápida su muerte. Eso sólo ocurre en las películas con el fin de que los actores tengan, el tiempo justo, para "hacer escena". La pequeña se desangró lentamente, sin tener ni siquiera, la posibilidad de quejarse o alzar la voz para que alguien la socorriera.
No es ético morirse así a los quince años; sin tan siquiera poder lanzar un juramento a los cuatro vientos contra tus asesinos. No es justo. Es de poco gusto. Es inmoral.
Y mientras las fuerzas  la flaqueaban en aquel rincón al que había sido empujada tan violentamente, fuera de plano, incluso ya casi de la vida, recordaba las caras y los juegos de los niños con los que jugaba todos los día desde pequeña.
Con esos que compartía libros, secretos, confidencias y, aquellas primeras miradas, emocionadas y cargadas de pasión, casi angelicales, de aquél muchacho de ojos verdes, un año mayor que ella que la miraba y remiraba al amparo de una columna, cuando los mayores no estaban cerca; y que, un día, a la salida del colegio, pasó junto a ella, casi desplazándola y depositó, en su manto, una preciosa margarita sucia por el polvo rojizo del camino.
La niña guardó aquél tesoro entre las hojas del libro de texto de lectura y, todos los días, acariciaba la cada vez más reseca flor, recordando con un sobresalto el pequeño empujón recibido al dárselo el muchacho.
El niño, cada vez se prodigaba menos por las clases; hasta que dejó de ir.
Apareció un día con un grupo, reclutando niños para que se inmolaran por Alá; sus ojos verdes se cruzaron con los azul intensos de la niña y, por un momento, se dilataron y, en alguna medida, recobraron cierto brillo, perdido por los caminos recorridos, en los últimos tiempos, por el aún imberbe.
Rápidamente , desvió la vista de la pequeña, concentrándose en las máximas que había elegido, esa mañana, para convencer a los posibles adeptos.
Dos perlitas , transparentes como el hielo a punto de derretirse, resbalaron perezosas por las mejillas de la niña. Esa criatura se acababa de dar cuenta que los príncipes azules suelen convertirse en gordos y papudos sapos con mayor frecuencia que al contrario. Esa niña, de un sopapo, se despegaba para siempre de la virginal candidez de niña; para conocer la sinrazón del corazón cuando amas a alguien y él, por Alá o por Buda o por Dios, decide separarse de los que, hasta entonces, ha convivido desde niño,  en pos de un lugar, no se sabe dónde, rodeado de huríes, como así se lo han explicado en la madrasa.
Y la nueva, recién estrenada mujer al haberla sido arrebatada tan brutalmente su infancia, se desangraba a golpes de los, cada vez, más lentos y débiles latidos de su corazón. Ese mismo que había saltado y acelerado, feliz, ante aquellas miradas, ahora, se paralizaba, lentamente, recordando la última, que casi no lo fue; pero que en la que acaso, con ella la estaba pidiendo perdón por los acontecimientos que iban a acontecer.
Y eran los previsibles para todos; hasta los niños, casi en sus genes, parecen llevar el marchamo de que en cualquier esquina, una granada, ráfaga de ametralladora o una bomba explosionada salvajemente en un mercado, en un colegio, en un parque infantil, ¡da lo mismo! cercenarán sus piernas, brazos o la propia vida a capricho del humor con el que se haya levantado el Señor de la Guerra de turno;  Señor de la Muerte, sea cual sea su bando, credo político o religioso.
Y la cara, aún angelical, luchaba por no cerrar todavía esos ojitos; por mantenerlos abiertos con la esperanza de poder volverlos a cruzar con aquellos otro, verdes y que la pudieran dar una explicación de lo ocurrido.
Una sombra, alargada, provenía del hueco donde antes se ubicaba una puerta. Se adelanta hacia ella, dubitativa; su cuerpo se estremece; ya viene. Se agacha ante ella y coge  una de sus cuidadas manos entre las suyas... no, no...no es la muerte...quizá peor...esos ojos verdes...es él.
La transmite calor; calor ambiguo de amor y odio, de querer entender y no encontrar sentido a lo ocurrido; de mujer y niña,; de vida y muerte, mezclado, sin definiciones claras, de tonos grises, de polvo, cristales, sangre con vergüenza que se mantiene fuera de plano... de muerte en el ambiente... de zapato huérfano...
Con esfuerzo, busca entre su manto el libro de lectura y de entre sus páginas, saca una pequeña margarita seca, ajada, maltrecha y que, a duras penas, consigue dársela al portador de aquellos ojos verdes.
No ha lugar a más. No hay más. Se desvanece sin mueca, sin expresión, sin dolor, ya no lo hay, sin vida, calladamente, sin haber podido decir nada a aquella sombra, o ¿tal vez sí?
Se puso de pie y caminó hacia la luz, la sombra. En su mano una la flor marchita;  volvió su rostro. Lloró.

La instantánea quedó así impresa, en el azul de la cerámica.


Presentado al IX Concurso ARS CREATIO “Una Imagen en Mil Palabras", 2014.   Excmo. Ayuntamiento de Torrevieja. Instituto Municipal de Cultura Joaquín Chapaprieta y la Asociación Cultural Ars Creatio. Torrevieja (Alicante)

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