jueves, 20 de noviembre de 2014

Escaramuza



Amanecer brumoso. Llovizna impertinente que forma pequeños canales por la visera del gorro. Ladera resbaladiza; son frecuentes las caídas entre el tropel que baja de las cumbres cantabro-astúricas hacia la meseta.
Un ¡chist! reiterativo, se repetía tras cada tropezón, después de cada traspiés; era importantísimo que, amparados por la niebla, el nutrido pelotón de hombres armados que descendía de las montañas, pasara inadvertido por el enemigo, el mayor tiempo posible.
Las primeras luces del alba sonaban, como trompeta con sordina, anunciando que, a partir de ese momento, era vital extremar las precauciones.
Delante del grupo principal y a unas tres horas de marcha bajaban, en descubierta, unas decenas de hombres para explorar tanto el terreno, como a un posible encuentro inesperado con el enemigo.
Enemigo muy superior. Las fuerzas del coronel Climent Deville, baqueteadas en mil batallas, tenía la experiencia más que probada, como para dejar un resquicio vulnerable entre sus formaciones. Llevaban bien protegidos flancos y retaguardia.
Los españoles llevaban varios días observándoles y siguiéndoles desde los picachos, sin ser vistos. En las primeras tierras llanas de la meseta castellana, donde el verde intenso da paso a tierras rojizas de llanuras que, con el estío, se volverán amarillas; el coronel francés fijó su campamento. Cerca del cauce de un incipiente río que,  la mayoría de aquella tropa, desconocería siempre lo caudaloso y largo que llegaría a ser kilómetros más adelante, en su zigzagueante carrera hacia el Mediterráneo.
Los "soldados" españoles, mezcla de hombres provenientes de varios regimientos de infantería y caballería diezmados por el enemigo, formaban una unidad heterogénea a la que se les habían ido agregando civiles sin techo, aventureros, pillastres y algún que otro huérfano que, de inmediato, se les asignaba la tarea de tambor. En esa lid, los tambores, tardarían en hacer sonar sus redobles, si es que llegaban a hacerlo.
Al acaudillado líder español, burgalés de nacimiento, la vida le había llevado por derroteros que jamás soñó.. "Aprendiz de poeta y falso juglar", como solía autodefinirse en sus escasas noches de juerga, colgado de una cantarilla de vino, a su enfervorecido público, no menos borracho que él.
Cogió las armas por despecho. Contra la apisonadora napoleónica en Europa y en España. Y su labia y buen hacer en el combate, le hicieron granjearse las simpatías de mandos, tropa y civiles. Le llamaban "Don Diego". Pero nunca nadie supo su verdadero nombre. Corrían rumores que era hijo ilegítimo de un vizconde , ahora, en el bando de los "afrancesados". Otras fuentes decían que provenía del pueblo; que su familia eran alfareros de un pueblo de Salamanca. Todo eran cavilaciones.
Y el propósito de don Diego era hostigar al enemigo, netamente superior, constantemente,  mientras el terreno les fuera favorable; y así lo venía haciendo desde hacía mes y medio; desde las inmediaciones de Oviedo.
Ahora, toda precaución era poca. La meseta, el raso, daba muchos kilómetros de visibilidad,  pudiendo ser descubiertos por la retaguardia francesa.
A media mañana fue cuando, Don Diego, por medio de unos exploradores, se enteró oficialmente de que los franceses habían terminado por acampar. Viajaron toda la noche con la esperanza de sorprender la táctica del enemigo, pensando que descansarían. Pero el "capitán" español, se  había anticipado a su estratagema y, en lugar de acampar en las montañas, sin duda mucho más seguro ante un sorpresivo ataque, siguió a la distancia suficiente al contingente francés, para no perder contacto con ellos. Los exploradores avanzados, habían hecho, excelentemente, su trabajo.
Los franceses, aprovechando un amplio meandro del río que casi formaba un lazo y que guarnecía una gran explanada interior, apostaron fuerzas en el estrecho corredor de entrada; distribuyendo al resto de la tropa en tiendas en el interior de la pequeña península. La totalidad de los flancos y la retaguardia se encontraban protegidos por el propio río que ya, en aquél tramo, era lo suficientemente caudaloso para ofrecer cierta seguridad de no ser atacados atravesando el cauce.
Don Diego dejó descansar a sus columnas más avanzadas; consintió que se quedaran unas pequeñas unidades para controlar los posible movimientos de los franceses y reunió a su exiguo Estado Mayor, para intercambiar opiniones; pros y contras de lo que, se presumía, se avecinaba.
El día no terminaba de clarear. La llovizna persistía. Los contendientes de ambos ejércitos, calados hasta los huesos, intentaban protegerse de una lluvia fina que les entraba por todos los recovecos de sus prendas. Aún así, era gente ruda que se había visto en mil y una situaciones como ésa o, incluso, peores.
Don Diego expuso a sus oficiales el objetivo final de aquella persecución. Debilitar al enemigo en la mayor medida posible antes de que éstos se unieran al Cuerpo de Ejército del nada menos afamado, Mariscal Jean-Baptiste Bessiéres, general francés, destacado en batallas por toda la campaña europea de Napoleón como: Austerlitz, Jena, Eylau, etc. Era cuestión de vida o muerte para el otro Cuerpo de Ejército, el español que, aunque con mayor número de efectivos, en su mayoría estaba formado por milicianos y mercenarios. Prácticamente un reflejo de sus propios hombres.
Dio órdenes de repartir, con tiento, una frugal ración de comida a la tropa y que se mantuvieran callados, primordial, y en alerta.
A medida que pasaban las horas llovía más; ya no era el "orvallo" característico asturiano; era un desplome de las nubes en toda regla.
Y el coronel francés optó por seguir apostados en aquella bolsa antes de empezar a adentrarse por las llanuras castellanas hacia el sur; por tierras palentinas, al encuentro del grueso de su ejército.
El "capitán"  Don Diego, no lo pensó más. A las seis de la tarde, debido al color plomizo del cielo y a la densa lluvia, casi era de noche. Era su oportunidad para comenzar a tomar posiciones.
Desplazó cincuenta hombres, en su mayoría civiles al oeste y otros cincuenta al este, con algunos suboficiales y oficiales al mando. Los envió a una distancia de dos kilómetros en ambas direcciones. Llegados a esos puntos, vadearían el río quedándose apostados en la otra orilla, frente a la bolsa del meandro y por detrás de la línea, que realmente no lo era, enemiga.
El grueso de la tropa la distribuyó en tres batallones y los dispuso hacia la embocadura de la bolsa; uno al frente y los otros dos, a cada lado, cerrándola.
Los enlaces llegaron casi al mismo tiempo de cada grupo que había vadeado el cauce; comunicando la situación exacta de cada uno de ellos.
Diego esperó que bajara más la luz; a pesar de las indicaciones que recibía por parte de sus mandos, del nerviosismo reinante entre la tropa.
Levantó su brazo izquierdo y lanzó la señal visual acordada, silenciosa, para que sus hombres avanzaran sin hacer ruido. Se detuvieron cincuenta pasos más adelante. En el extremo de la pequeña arboleda que les cobijaba, en lo posible, de la intemperie y que, además, les mantenía fuera de la vista de los franceses.
Un vigía gabacho del puesto de vigilancia avanzado, divisó, entre la arboleda, un chispazo de la mecha de un fusil; su boca se abrió para gritar: ¡Alerte! y, como un mimo, dejó plastificada para siempre en su cara, el sabor del fracaso; con un agujero en el centro de su chacó y un regato de sangre que desde el, se deslizaba por su frente hacia los ojos.
Sucedieron unos instantes en los que el tiempo pareció detenerse. Los compañeros del infortunado soldado, asombrados, tuvieron que superar el estupor del que no quiere creerse lo que era inimaginable que sucediera ¡Estaban siendo atacados!
Pronto nada quedó de aquella escuadra avanzada. Los zumbidos de los disparos cesaron con la misma rapidez con la que habían comenzado.
El frente de la columna española recorrió el espacio que les separaba de la primera línea avanzada francesa y esperaron la contraofensiva enemiga. Tardó. Lo justo como para tener restablecido el frente de combate y de que las secciones de ambos lados, cerraran, un poco más, la ratonera en la que, paulatinamente y sin darse cuenta, se iban metiendo los franceses.
Pero un ejército se distingue por lo que sus jefes son capaces de hacer con sus hombres; y de lo que sus hombres, son capaces de sacrificarse en pos de la victoria. Como fuerza disciplinada, pronto supieron, como autómatas, reaccionar al ataque. Los tambores y cornetas dando órdenes, de las diferentes compañías, se unieron polifónicamente a los gritos y arengas que los sargentos repartían y vociferaban entre los atacados.
Los disparos fueron el eco monótono que terminó por dominar y envolver toda la atmósfera. Debido a la lluvia y a la gran penumbra reinante, empezó a condensarse la pólvora ; asemejando, plasmas de sangre flotando en el aire. Los árboles hacían la función de paraguas no dejando ascender el humo de las reiterativas descargas.
Los españoles lucharon con rabia; con la misma que se defendían, del ataque, los franceses.
Era el momento de que, de uno y otro punto de la orilla opuesta, comenzaran a atravesar el río dos columnas de hombres, con pistolas y sables por todo armamento, intentando llegar a la orilla ocupada por el enemigo. No fueron descubiertos.
El envite realizado desde la parte lógica de combate, en tierra firme, había dado los resultados esperados por Don Diego. Llegaron a tierra y se reagruparon en sendas unidades para atacar desde dos focos distintos, por la retaguardia, al ejército enemigo.
Entre tanto, el coronel Deville había dado la orden de que acudiera, una gran guarnición a taponar el "cuello de botella" que suponía la entrada si la posición en la que se encontraban acampados. Apostó una secciones diseminadas, preventivamente, por el perímetro de la ribera para detectar posibles ataques desde otros puntos; y, desde el centro de su propio campamento, intentaba adivinar qué era lo que le pasaba por la cabeza a su desconocido rival.
Los batallones que intentaban ocupar aquél istmo, se encontraron con que las primeras guarniciones españolas estaban ya tomando posiciones en él y empezaban a dominar el espacio que tenían delante; una pequeña llanura herbácea de unos sesenta metros de longitud por la que era necesario que pasaran los franceses si querían llegar a dominar la entrada frontal de la pequeña península.
Las primeras andanadas lanzadas desde la s empalizadas, formadas toscamente por troncos y matas de zarzas, fueron un duro correctivo para las tropas francesas que corrían a tomar la misma posición. Por esa pequeña llanura se fueron amontonando un buen número de cuerpos formando grotescas figuras en su caída fatal. El coste de esa acción, tardía, hizo que el resto de la tropa que les seguía, apuntalara su posición en la última línea del bosquecillo que, prácticamente, delimitaba el perímetro del propio campamento.
"Hay que expandir la zona; de esta manera nos estorbamos nosotros mismos", se repetía, una y otra vez, el coronel francés.
El pequeño frente se estabilizó. Ambos contendientes intentaban reorganizar  a sus columnas desde sus retaguardias. Para los franceses, su retaguardia estaba ocupando el centro mismo de su asentamiento. No había sitio suficiente para defender y contraatacar.
Discutía el coronel Deville con su Estado Mayor estas y otras cuestiones, cuando se produjo una fuerte algarabía entremezclada con algunos disparos aislados y ruidos de sables ¡Estaban siendo atacados desde la retaguardia!
Las cornetas llamaban a los hombres de las compañías asignados, previamente, para cubrir cualquier eventualidad en esa zona, más desprotegida por el propio abrigo que les proporcionaba el río.
Por derecha e izquierda de la retaguardia, surgen decenas de hombres disparando a cualquier cuerpo que asome de los escondrijos improvisados. La columnas atacantes, parece  que empiezan a tomar ventaja; sin duda motivado por el factor sorpresa, cuando a una orden del coronel francés, doscientos fusileros de élite formaron emulando una "disposición en cuadro" y una cortina de balas, certeras, diezman rápidamente, las filas de asalto españolas. Se ha perdido la posibilidad de sorprender, causando un daño letal, al enemigo. Poco a poco, lo soldados franceses avanzan echando hacia el río el pequeño contingente español. La suerte de éstos, está acabada. Una vez que se ven obligados a replegarse e intentar cruzar la corriente para protegerse en la otra orilla, los infantes franceses van acabando, uno tras otro, con los desafortunados soldados. Son pocos los que, a duras penas, logran salvar su pellejo.
Entretanto, Don Diego, espolea a sus soldados, desde la primera línea de combate, para obligar al enemigo a retroceder hasta su propio campamento; pero la lucha es dura. Aunque todavía no se ha llegado al cuerpo a cuerpo, ambos bandos defienden sus posiciones encarnizadamente.
Deville comprende que la noche será su aliada. El mayor número de sus hombres, también; pero no quiere arriesgarse a perder muchos de ellos. Es necesario que, el mayor número posible, llegue como refuerzo al Cuerpo de Ejército de Bessières. En otro lugar, en otro momento, ha de darse la batalla definitiva, y este no lo es.
Comprende que se encuentra en una ratonera que, aunque en un enfrentamiento total, acabaría venciendo, no sería sino a costa de tener demasiadas bajas. Toma una decisión. El componente español del ala izquierda de su ataque, está ubicado sobre una ladera que cae hacia el río.
Pone en marcha su plan cuando el fuego ha cesado con la venida de la noche y que, parece que será el momento, en el que cada bando decidirá descansar y reforzará sus posiciones. No tiene dudas. Se podrá descansar si se libran de la tenaza a la que están siendo sometidos. Y, aún mejor, si se logra derrotar al "capitán" español.
Divide a su ejército. Es una decisión arriesgada. El mayor contingente es obligado a vadear el cauce por su retaguardia provistos del equipamiento imprescindible. Es primordial tener agilidad de movimiento y un silencio total. Los carros de aprovisionamiento son, medio escondidos en rudimentarias cabañas de camuflaje, hechas con ramajes apilados sobre ellas.. A las caballerías de tiro se les calzan los cascos con trapos y son conducidas y obligadas a atravesar, igualmente, la corriente hasta la orilla opuesta.
Varios pelotones escogidos, avanzan hacia el frente del enemigo y a setenta pasos, se desvían, en completo silencio, hacia el ala izquierdo español. El ataque, suicida, comienza cuando un explorador comunica a Deville que el último hombre de la fuerza se encuentra en la otra orilla. Si tenían éxito, habría tiempo de volver a por los carros más tarde.
Los disparos provenientes del lugar donde se encuentra asentado el ala izquierdo de su ataque, hacen pensar, al mando español, que, otra vez, ha comenzado la batalla: y así es; sólo que no va a ser contra la totalidad de la fuerza enemiga, sino contra unos pelotones que intentarán retrasar, en lo posible, que el ejército español se dé cuenta de que, la mayor parte de las fuerzas enemiga, ya no están en ese campo de batalla.
Los soldados españoles, se encuentran sorprendidos. Nunca pensarían que iban a ser atacados desde posiciones , teórica y prácticamente tomadas, por el centro de su vanguardia. Ese pensamiento lo había escenificado antes, en su cabeza, el coronel Deville. Fueron empujados hacia el río, diezmando sus efectivos.
Pero antes o después, el grueso del ejército español, tenía que reaccionar. Y lo hizo. Don Diego envió parte de su cuerpo de ejército central, ladera abajo, cogiendo por, una sorpresa relativa, a los atacantes franceses. Eso también había sido imaginado por la cabeza del coronel francés.
Una arruga mezcla de miedo y pena, se marcó en su entrecejo, cuando lo pensó. Era necesario el sacrificio de aquellos puñados de hombres, en pos de una escapada que permitiera sobrevivir a la mayor parte de su gente. Su mayor objetivo era ese: llevar a engrosar al ejército de Bessières, el mayor aporte posible, de hombres.
La historia de los hechos se desarrolló como lo había planificado. Sus hombres, primeramente habían echado al río el ala izquierdo español; matando e hiriendo a la mayoría de la fuerza; pero la reacción del contingente español, terminó por culminar la misma tarea emprendida, una hora antes, por los franceses. No hubo prisioneros. Cayeron todos los combatientes franceses.
Don Diego envió varios exploradores al interior del meandro en el que había estado acampado el ejército francés. Ni rastro del enemigo; sólo pudieron recoger los carros abandonados entre ramajes; carros que , además, no se podían llevar, pues carecían de animales de tiro. Se contentaron con pertrecharse de mantas y ropas, lo más livianas posible. Había que volver a encontrar, cuanto antes, el rastro del enemigo...y aún quedaban dos o tres horas de tinieblas, para poder seguirlo, con cierto éxito.
Los franceses, por un momento, volvieron la vista atrás y se despojaron de sus cascos y chacós, cuando el estampido del silencio se impuso. Comprendieron  que sus camaradas habían sucumbido, cumpliendo con el deber que se les había encomendado de facilitar , al resto, su andadura hacia el sur por la extensa llanura castellana.
Esteban, mucho más seguros, en estas planicies. Al enemigo se le podía ver venir desde lejos. Con suerte, cuando quisiera éste dar con su pista, estarían a dos o tres horas de distancia; lo que le hacía imposible su persecución para darles alcance, antes de su entronque en el contingente que, al mando del Mariscal Jean-Baptiste Bessiéres, avanzaban ante el estupor, y una mala elección de los generales españoles, hacia la ciudad vallisoletana de Medina de Rioseco. Esa era la batalla que había que librar; no otras. Bessiéres lo había sabido desde el primer momento y lo logró. Don Diego, también lo sabía; pero el menor número de efectivos y la suerte, quiso que él no participara en aquella famosa batalla.

De haber sido así, quizá le hubiera esperado la muerte; no tendría nada de particular, dado como se desarrollaron los acontecimientos. Pero a lo mejor, el destino, tenía dispuesto que él no tomara parte en aquella batalla para que una vez pasados los años y, de nuevo, incorporado a la vida "civil", pudiera contar ésta y mil anécdotas a sus fieles contertulios de noches de vino y mañanas de resaca, entre poema y poema. 


Presentado al XVI Certamen Literario "Villa de Navia".  Ilustrisimo Ayuntamiento de Navia y Sofinavia. 2014. Navia (Asturias)

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