Y
la pobre, agotada, intentaba arrastrar, bayeta en mano, el jabón por el terrazo
del suelo, sudando, deslomada por su cuarto trabajo contratado, para poder
sacar adelante a un par de mocosos, ahora custodiados en su casa por la abuela.
El
jabón se deslizó de entre sus manos, cansadas de apretar tanto al cantero, que
se desvanecía con rapidez dejando su figura entremetida en los esquinazos
salientes de las baldosas. Intentó
alargarse para asirlo y un punzante pinchazo quebró su alma a la vez que
rajó, de parte a parte, su cuerpo entero, sus entrañas.
¡Oh,
Dios mío! ¡Aún no! ¡Es pronto! Se quejó,
temblorosa, dolorida, contrariada, resentida contra todo, contra nada... contra
su propia vida.
Como
pudo se puso en pie y aferrándose , como si de la propia vida se tratara, a la
pared, paso a paso, recorrió la treintena de metros de distancia que había
hasta la portería del colegio.
Angelín,
nada más verla, se hizo cargo de la situación y, enseguida, consiguió un coche
que la llevara al Hospital Provincial.
Retorcida
de dolor, Aurora, no paraba de pensar en el pequeñín que pugnaba por salir de
sus adentros y por los dos niñitos que la esperaban en casa para cenar y ser
acostados por su madre. Hoy, no podría estar con ellos. La abuela, tampoco. La
localizaría alguna compañera de las de la limpieza del colegio y los críos se
quedarían custodiados, esa noche, por María, la vecina.
¡Es
pequeño todavía! El médico, muy joven, que la recibió en el hospital, balbuceó
esa frase después de examinarla. Estaba petrificado. El color era cetrino, no el
del ser que luchaba por nacer, pues aún no coronaba; sino el del inexperto
doctor que, de no ser por la matrona no mayor pero sí experimentada, de un
codazo lo apartó y empezó a repartir órdenes con el aplomo de quien ya ha
toreado muchos toros en esa plaza. El joven médico dejó hacer... con suerte, si
se recuperaba del momento, quizá aprendiera algo nuevo.
El
equipo se movía sincronizado. Era cierto que aún era un poco prematuro; pero
estaba colocado de la manera correcta e, incluso, el menor peso por la falta de
un par de semanas por terminar de madurar, le hacían, aunque un poco más
frágil, un pequeñín más manejable para que pudiese salir, de manera natural,
por donde debía.
Casi
escupió el cuerpo de la madre a la criatura; como si le quisiera arrojar rápidamente
fuera, a la vida y que la niña, pues era una minúscula mujercita, comprendiera
de pronto, al impacto de la primera bofetada recibida en su existencia, lo que
debería de luchar a lo largo de toda ella, desde este mismo momento de su
primer lloro; reivindicando así su espacio en este mundo de fatiga para ella,
mujer.
Y
lloró, fuerte, con potencia, diciendo a gritos al equipo de enfermeras que la
miraban, a su madre que la tenía en su regazo; al joven médico que, en ese
instante, la sonreía bobaliconamente, agradeciéndola la experiencia recibida
con su nacimiento; a todo el mundo que estaba aquí, que lucharía por ella y por
todas las madres que habían existido y las venideras, con su trabajo, con sus
fatigas y con su empeño por cambiar, por dulcificar y, sobre todo, por
dignificar el hecho de nacer mujer en una sociedad de hombres, injusta, porque
"siempre había sido así" y pendiente de varones
"misericordiosos" que sabían y entendían el papel de igual de la
mujer en su interior, ante un Cristo o ante sus propias reflexiones; pero
incapaces, en la mayoría de los casos, de mantener estos pensamientos en
tertulias de cafés o de casinos, para no llevar la contraria a una sociedad de
"pantalones", o de señoritos, o de obreros, que en todos los estratos
sociales se acomodaba tal forma de pensar, indistintamente de credos
religiosos, políticos o sociales.
Lloró
y berreó lo suyo; era muchos los años de injusticia concentrados en su quejido.
La madre intentaba calmarla canturreándole una nana, pero intuía el grito de
libertad que su hijita arrojaba, como un guante, a la sociedad.
A
los tres días, la espartana madre y porque si no trabajaba no se recibía
salario con el que alimentar a sus tres criaturas más la abuela, retornó a
fregar escaleras en el colegio; único trabajo que había conservado, de los
cuatro que poseía, al "tener" que parir.
Los
Hermanos del colegio, la aumentaron un poco el sueldo, a cambio, claro está, de
más horas de dedicación; y durante un mes, la exoneraron de los trabajos más
fatigosos, para que, a la vez, pudiera echar una ojeada a su niñita, de vez en
cuando; a la que habían colocado en un cuartito justo al lado de la portería
del colegio.
La
incuestionable dedicación que, durante años, había mostrado Angelín a su
portería, en esos días, se vio resquebrajada un tanto pues se pasaba el día
contemplando a la pequeña. Era, realmente, su velador.
Aurora,
puntual y abnegada cumplidora de su trabajo, doblaba los lomos ocho o diez
horas al día y, a su tiempo, en aquél reservado cuartito, junto a la portería,
daba de mamar a su pequeña; a quien en tiempo y forma, los hermanos con su
capellán al frente habían cristianado, poniéndole el nombre, previo consenso
con la madre, de Esperanza.
Aquella
con la que había conseguido vivir y venir a este mundo; pero también, y según
el pensamiento maternal, aquella que
daría el vigor necesario a su hija, para cambiar el estatus de la mujer,
realmente, en la sociedad que la rodeaba. O, al menos, con eso se conformaba su
madre. Eso la bastaba.
Aurora
había trabajado desde niña, ayudando a su madre; pues el jornal del padre era
insuficiente. A los dieciséis años su padre falleció y tuvo que hacerse cargo,
además, de sus dos hermanos más pequeños. Conoció a un mal hombre que la
prometió mil cosas y a cambio la hizo un hijo y no volvió a aparecer.
Continuó
su lucha en una sociedad, en la que, precisamente, ser madre soltera no era lo
mejor.
Entre
las monjas que la atendieron, hubo de todo; desde las que la ayudaban y
reconfortaban con lo que podían, animándola a luchar por su pequeño, hasta las
que la aconsejaban, no se sabe con qué intenciones, que lo diese en adopción. .
Pudo elegir y lo hizo. Siguió adelante con lo que ella creyó siempre que era la
mejor opción: criar al chiquillo.
Años
después conoció a Sebastián. Se enamoró de él. Resultó muy fácil. Era distinto
a todos. Es la primera premisa para estar enamorado. Les casaron en la Ermita
del Cristo en las afueras de la ciudad. Pronto tuvieron al segundo hijo, otro
varón, y al que Sebastián siempre quiso como al que había aportado a su
matrimonio su mujer, Aurora; y al que él siempre se refería como su
"primogénito".
Habían
pasado cinco años y estaba, de nuevo, embarazada. No querían saber lo que
vendría; pero en el fuero interno de ambos la delicada figura de una niña
confortaba sus deseos.
El
destino, que todo lo dicta, quiso que una tarde, volviendo a casa tras la
jornada laboral, Sebastián tuviera sólo un momento, dividido entre el cielo y
la tierra, para agarrarse con fuerza su pecho; no hubo más; fue el efímero paso
que hay entre volver a ver a los suyos, como todas las tardes, o el que su
familia se quedara huérfana y su María sin su Sebastián.
Al
dolor de haber perdido un esposo, tuvo que añadir, la desesperación de tener
que trabajar más y más para mantener, ahora sola, a toda la familia, más la
criatura que se desarrollaba en su vientre.
Pero
ya estaba aquí. Con un canto de nostalgia y de cambio; con ganas de vociferar
al mundo la realidad de la mujer, de igual a igual que el hombre; con la
valentía de quien nace para romper cadenas y con la esperanza... Esperanza,
como su nombre, de que los "tíos" supieran asimilar esta realidad con
la cabeza y el corazón, que es como se deben de hacer estas cosas, como debemos
de hacerlo, todos nosotros.
Y
poco a poco Esperanza crecía. Ayudaba a su madre cuando sus estudios le
permitían algún resquicio. Aurora había tenido bien claro que lo que empezaba a
conocerse, aunque con sordina oficial, como la "Liberación de la
mujer"; tendría que obedecer, paralelamente, a una formación docente por parte de su sexo;
como parte fundamental para conseguir ese estatus deseado.
Por
eso, se empecinó frente a quien la aconsejaba lo contrario, que su hija
estudiara; entre otras cosas porque a Esperanza s le daban muy bien los libros
y era muy aplicada.
Con
gran esfuerzo, por parte de la madre,
terminó el bachillerato elemental; es decir, cuarto y reválida y, otra vez,
Aurora apostó por su hija y, en un Instituto comenzó el bachillerato superior
rama de letras; pues la de ciencias todavía era para "hombres".
La
verdad, también era que a Esperanza se la daban mejor la historia y la lengua
que las matemáticas.
Compaginó
su bachiller con el trabajo. A medida que su madre se hacía mayor, Esperanza
decidió pasarse al bachillerato nocturno para ocupar más horas al día
trabajando; compensando así, para que su madre pudiera pasar más tiempo en casa
para poder cuidar mejor a su ya anciana abuela. Sus hermanos, habían logrado
terminar a duras penas la escuela y ahora trabajan como aprendices en sendas
empresas de la incipiente industria del automóvil.
Vivían
mejor; tres jornales, aunque modestos, servían con la magia de Aurora, para
mantener los estómagos calientes de toda la familia.
Y
Esperanza seguía siendo aquella lagartijilla berreona del día de su nacimiento.
No desperdiciaba la ocasión para reivindicar su condición de mujer, sin
abandonar su esencia, con la condición
general de ser humano capaz de desarrollar cualquier actividad, entonces sobre
todo intelectual, sin mirar las "formas" de la fisonomía de quien la
desarrollaba. La aptitud debía de ser la única diferencia que marcara lo bien o
mal hecho un trabajo; no el sexo de quien lo hacía.
Había
pues que romper aún muchas barreras. Terminó su bachillerato y su ingreso en la
Universidad ¡Qué orgullosa estaba Aurora de su hija! La pobre abuela no llegó a
ver a su nieta en el "mundo de los hombres", como la gustaba
llamarlo.
Pero
no todo estaba a su alcance y por ejemplo, se la cerró el camino de las Leyes.
No pudo hacer abogacía; las togas parecía que solo hiciesen juego con
pantalones; por lo que comenzó sus estudios de Filosofía y Letras donde, por
otra parte, se concentraba el mayor porcentaje de mujeres universitarias.
Y
encontró a Juan; subyugado por sus ojos, por su estilo, por su ímpetu y por el
aroma que dejaba al pasar... y
"acongojado" un poco por lo mismo y porque era una mujer de las
"raras", para una sociedad en la que mandaba gente como su padre,
abogado, con su propio bufete y que heredaría, algún día, el casi ya abogado
Juan.
Pero
había aires de cambio. se percibían en el aire de sus, cada vez, más frecuentes
paseos por aquella ribera del río.
Y
Juan tres años mayor que ella, una tarde la soltó como una metralleta repipi,
todo aquello que, durante días, se había querido aprender de memoria para
decírselo sosegadamente, y... erró. Ante su acaloramiento, tras el embrollo
producido al "verborrear" su discurso, la rúbrica, de total
consentimiento, salió, juvenil y alborozada, de los labios de Esperanza: ¡y yo
a ti, Juan!.
Y
se casaron. Y ejercieron sus carreras. Uno en el bufete de papá; la otra dando
clases en un instituto. Y a los dos años, Esperanza, descubrió, una mañana, que
iba a ser mamá.
Y
se lo dijo a Juan y tras la felicidad natural, llegaron los meses que supone un
embarazo, con sus caprichos, con sus momentos, con las sensaciones que jamás,
un hombre, podrá llegar a comprender y a saborear; porque, privilegiadamente,
es coto de mujer.
Y
parió, no en el Hospital Provincial; pero quizá la atendiera aquél médico de
sonrisa bobalicona que la vio nacer, ahora a punto de jubilarse, pero con manos
expertas para trae al mundo a su primera hija; otra niña a la que, quizás
¡seguro! no la costaría tanto integrarse en una sociedad sólo de hombres
porque, simplemente, había desaparecido.
Y
mientras contemplaba su hija mamar con la serenidad de sentirse protegida, una
lágrima resbaló, suavemente, por su mejilla al darse cuenta que, sin duda, hay
que luchar por dignificar el papel de la mujer en la sociedad; pero que, sin la
mujer...sin duda, también... no habría sociedad... ¿A estas alturas hay que
reivindicar como papel digno en la sociedad, ser madre o ama de casa?... Yo
creo que sí.
Presentado al XIV Premio Internacional de Relato Corto "Encarna León", 2014.
No hay comentarios:
Publicar un comentario