Proclamar
que un libro cambie una vida, salvo en el matiz religioso, me parece quizá
excesivo; como algo dogmático, inamovible.
Pero
sí me parece medianamente posible, dentro del poco amor a la lectura que hay
entre determinadas generaciones, que un libro dé qué pensar más de los que
otros, por muy buenas historias con que nos deleiten al leerlas.
Tenía
yo nueve años, de aquella edad sincera, tierna y muy inocente y de un plan de
estudios en el que había un curso que se llamaba Ingreso. Era común en todos
los colegios, religiosos o no, y en realidad era el paso de "ser
pequeño" a "empezar a dejar de serlo". El curso, académicamente
hablando se titulaba: Ingreso en el Instituto; fuera quien fuera el colegio que
lo impartiera.
En
casa, mi abuela materna, era maestra; y pronto tomó las riendas educativas de
la instrucción de sus nietos. Y yo era el segundo en la lista dinástica, con lo
que me tocó de lleno. El primer Pipa, Pipo y Boa, me los enseñó ella; y si no
hubiera sido porque nos abandonó muy pronto, estoy seguro que no me hubiera
dejado de su mano hasta finalizar "Cum laudae", los estudios que
hubiera realizado. Pero me dejó su impronta. Nos dejó, porque los nietos a los
que llegó a tratar, salieron lectores.
Y
en aquél año en el que yo estudiaba
Ingreso, ella se fue para siempre.
Teníamos
lectura, naturalmente, y varias horas diarias, haciendo hincapié el profesor,
en la comprensión de lo que leíamos. No era cuestión sólo de leer,
que servía para coger fluidez lectora, sino,
sobre todo, no hacer el papagayo y entender lo que leíamos.
En
los años sesenta, posiblemente por el régimen que se daba en España, el libro
que en mi colegio, de los "Baberos", se seleccionó para
"estudiar" fue "El Quijote". Así, como suena.
Era
una edición, muy pensada para poder ser asimilada por cabecitas que intentaban
entrar de puntillas en el mundo de la lectura seria; fuera de lo que solía ser
lo normal, tebeos y cuadernillos de aventuras. Nada de denostarlos, sino todo
lo contrario. Soy de los que pienso que aquellas lecturas de domingos fueron,
realmente, las que nos obligaron a atrevernos con otras a medida que fuimos
creciendo. Quizá hoy, falte ese escalón, para mí, primordial.
Y
aquél primer día de curso, en el que abrí
"Mi Quijote", en mi interior algo me dijo que me estaba
haciendo mayor. El libro, de pastas
duras, era como "El Catón"; pero algo le hacía distinto. Era un libro
comparable, pensaba yo con mi corto entender de nueve años, con cualquiera de
los que mis padres tenían siempre como lectura.
Y
comencé a leerlo en alto, por designio del profesor: "En un lugar de La
Mancha..." "Para....¿sabes lo que es La Mancha?"....
Y
así, me hacía detener la lectura ante cualquier atisbo de un entrecejo fruncido
al ir desgranando las palabras utilizadas en aquellos albores de El Quijote.
Quedé
cautivado. Era mi primer libro serio. Tenía el atractivo añadido de las
aventuras de El Jabato o el Capitán Trueno que leía cada semana, pero con
cierto aire de verdad. Todavía no sabía que aquello no había sucedido; que
partía todo de una cabeza privilegiada, capaz de inventarse aventuras
caballerescas en una España real; llena de buenos y malos, como en los tebeos;
pero de verdad.
Habré
leído "El Ingenioso Hidalgo de Don Quijote de La Mancha", cinco o seis
veces. Otras lecturas me han robado tiempo para él. Seguro que lo volveré a
leer; sobre todo cuando tan de moda está la falta de valores y lealtades en
nuestros días. Cualquier día me pondré, una vez más, a "desfacer
entuertos", gramaticalmente hablando, claro.
Recordatorio para tantos y tantos cargos públicos en año de tantas elecciones; el título que he elegido tomado, por supuesto, de El Quijote: " la alabanza propia, envilece".
Presentado al Concurso El Libro que me cambió la vida. Blog
tULEctura.
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