lunes, 2 de marzo de 2015

La alabanza propia envilece



Proclamar que un libro cambie una vida, salvo en el matiz religioso, me parece quizá excesivo; como algo dogmático, inamovible.
Pero sí me parece medianamente posible, dentro del poco amor a la lectura que hay entre determinadas generaciones, que un libro dé qué pensar más de los que otros, por muy buenas historias con  que nos deleiten al leerlas.
Tenía yo nueve años, de aquella edad sincera, tierna y muy inocente y de un plan de estudios en el que había un curso que se llamaba Ingreso. Era común en todos los colegios, religiosos o no, y en realidad era el paso de "ser pequeño" a "empezar a dejar de serlo". El curso, académicamente hablando se titulaba: Ingreso en el Instituto; fuera quien fuera el colegio que lo impartiera.
En casa, mi abuela materna, era maestra; y pronto tomó las riendas educativas de la instrucción de sus nietos. Y yo era el segundo en la lista dinástica, con lo que me tocó de lleno. El primer Pipa, Pipo y Boa, me los enseñó ella; y si no hubiera sido porque nos abandonó muy pronto, estoy seguro que no me hubiera dejado de su mano hasta finalizar "Cum laudae", los estudios que hubiera realizado. Pero me dejó su impronta. Nos dejó, porque los nietos a los que llegó a tratar, salieron lectores.
Y en aquél año  en el que yo estudiaba Ingreso, ella se fue para siempre.
Teníamos lectura, naturalmente, y varias horas diarias, haciendo hincapié el profesor, en la comprensión de lo que leíamos. No era cuestión sólo de leer,
 que servía para coger fluidez lectora, sino, sobre todo, no hacer el papagayo y entender lo que leíamos.
En los años sesenta, posiblemente por el régimen que se daba en España, el libro que en mi colegio, de los "Baberos", se seleccionó para "estudiar" fue "El Quijote". Así, como suena.
Era una edición, muy pensada para poder ser asimilada por cabecitas que intentaban entrar de puntillas en el mundo de la lectura seria; fuera de lo que solía ser lo normal, tebeos y cuadernillos de aventuras. Nada de denostarlos, sino todo lo contrario. Soy de los que pienso que aquellas lecturas de domingos fueron, realmente, las que nos obligaron a atrevernos con otras a medida que fuimos creciendo. Quizá hoy, falte ese escalón, para mí, primordial.
Y aquél primer día de curso, en el que abrí  "Mi Quijote", en mi interior algo me dijo que me estaba haciendo mayor. El libro, de  pastas duras, era como "El Catón"; pero algo le hacía distinto. Era un libro comparable, pensaba yo con mi corto entender de nueve años, con cualquiera de los que mis padres tenían siempre como lectura.
Y comencé a leerlo en alto, por designio del profesor: "En un lugar de La Mancha..." "Para....¿sabes lo que es La Mancha?"....
Y así, me hacía detener la lectura ante cualquier atisbo de un entrecejo fruncido al ir desgranando las palabras utilizadas en aquellos albores de El Quijote.
Quedé cautivado. Era mi primer libro serio. Tenía el atractivo añadido de las aventuras de El Jabato o el Capitán Trueno que leía cada semana, pero con cierto aire de verdad. Todavía no sabía que aquello no había sucedido; que partía todo de una cabeza privilegiada, capaz de inventarse aventuras caballerescas en una España real; llena de buenos y malos, como en los tebeos; pero de verdad.
Habré leído "El Ingenioso Hidalgo de Don Quijote de La Mancha", cinco o seis veces. Otras lecturas me han robado tiempo para él. Seguro que lo volveré a leer; sobre todo cuando tan de moda está la falta de valores y lealtades en nuestros días. Cualquier día me pondré, una vez más, a "desfacer entuertos", gramaticalmente hablando, claro.


Recordatorio para tantos y tantos cargos públicos en año de tantas elecciones; el título que he elegido tomado, por supuesto, de El Quijote: " la alabanza propia, envilece".




Presentado al Concurso El Libro que me cambió la vida. Blog tULEctura.

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