Era una mañana de primeros de febrero; de un febrero
castellano que no engaña a nadie. Luminosa, radiante. Entraban los rayos de sol
por el enorme ventanal del dormitorio de Ramiro, queriendo demostrar que habían
vencido al invierno; vana pretensión
pues no había más que abrir aquella ventana, para darse cuenta que tras la piel
de oveja calentada por esos rayos, venía, al socaire, el frío natural de estas
tierras por esas fechas.
Se desperezaba lentamente. Llevaba una temporada mustio; insatisfecho
consigo mismo pues había llegado a la conclusión de que no servía para ser
amado por nadie. Había ido de fracaso en fracaso en las escasas, por otra
parte, oportunidades de haberse relacionado con el sexo femenino. Se conocía
bien y sabía que a su natural sosería había que sumarle un buen porcentaje de
mala suerte.
Y era una de las cotidianas reflexiones que Ramiro se hacía
cada mañana al despertar; había llegado a ser casi un ritual. Parecía como si
aquellos instantes estuvieran predestinados para ser su momento de confesión
consigo mismo. Y era verdad, pero además, para ser honesto, debería de
reconocerse a sí mismo, que era la mejor manera de remolonear un cuarto de hora
más, diariamente, al calorcito de la cama.
Nunca supo, si por el intrusivo entrar de esos rayos solares
en su habitación aquella mañana, casi al asalto "in extremis" de una
fortificación o simplemente debido al azar, uno de los causantes de que ocurran
infinidad de cosas en nuestras vidas, el caso es que Ramiro decidió dar un salto
de "calidad", pensó él, para solucionar, de una vez para siempre, su
desdicha en el terreno amatorio.
Se aseó y salió de compras con un vigor que ni él mismo
reconocía. Qué día más maravilloso, cuánta luz....¡Quién había pensado que era
un día frío!
Era sábado; las tiendas tenían el trajín típico de un día en
el que hay más gente que no trabaja y dedica esa fecha para pasear y hacer las
compras que, los días de diario más apretados de horario, no podían hacer.
Tardó, por tanto, un buen rato en conseguir los productos que había pensado
comprar.
Pasó la tarde diseñando el plan, notando sensaciones
contradictorias; o al menos, con el remusguillo de quien se iba a tirar por
primera vez a la piscina...y desde un trampolín. La otra conciencia, más
optimista, le auspiciaba parabienes animándole a que siguiera a rajatabla el
plan que poco a poco se había ido elaborando en su mollera.
Amaneció el domingo sudado. La noche había sido
"toledana". No había parado de dar vueltas fruto de una extraña y
ambivalente mezcolanza de sensaciones; las de la esperanza ante lo que iba a
hacer esa mañana y la del miedo al fracaso; lo que significaría desterrar de
por vida sus expectativas de poder enamorarse.
En su cabeza no cabía más opciones. No pensaba, ni por lo más
remoto, que la empresa que iba a acometer en breve, dependía siempre de dos. No
valía sólo lo que él pensara.
Y a las once de una mañana como la anterior, radiante y fría,
comenzó a arreglarse para la ocasión. Tras una buena ducha y un apurado
afeitado, se dispuso a vestirse con el traje que se había comprado, a tal
efecto, la mañana anterior.
Salió gallardamente a las calles de la ciudad con aire de
conquista; más en el término épico que en el amoroso; pues hay que decir que
procuraba no pensar en ese tema pues, cada vez que lo hacía, notaba
determinados tembleques a nivel de piernas que le intranquilizaban bastante;
pero no quería dar marcha atrás.
Quizá por esa razón y por la resuelta firmeza que sentía para
acabar, de una vez por todas, con su
mala suerte ante el amor, las miradas de los transeúntes con los que se
cruzaba no le producían el menor atisbo de vergüenza; es más le reafirmaban más
en su propósito.
Entró en el parque y eligió el lugar más apropiado para su
espera. Era un rinconcito abrigado de
los vientos y muy soleado circunvalado por un gran seto que permitía que los
rayos del sol consiguieran mantener un clima más bien cálido y confortable. Se
accedía al lugar por una pequeña rosaleda verdaderamente bonita y romántica con
bastantes rosas en flor, a pesar de las fechas. La plazoleta semicircular
albergaba una minúscula, pero coqueta, fuente y un banco de piedra largo
también semicircular que pretendía emular la disposición de aquellos setos a su
espalda primorosamente podados.
Y allí llevó a cabo su plan. Se desprendió del abrigo y lo
apartó, con cuidado, a un lado. Extrajo los utensilios que le servirían para
llevar a cabo su representación. Se subió al banco en lo que sería más o menos
su punto medio y con mirada al cielo
infinito, nunca mejor dicho, estiró todo lo que pudo la cuerda de aquél arco de
pacotilla y colocó una flecha estrafalaria en el mismo. Esperó. Siguió
esperando. Una hora... dos...
Las piernas no las sentía. Los brazos le pesaban como si
fueran de plomo.
Una incipiente gota, incómoda, pugnaba por salir de su nariz.
¡Qué fiasco! ¡Al carajo, con todo! No había tenido ni la más
ligera visita. Sólo de vez en cuando y en la distancia, se había asomado alguna
persona al final de la rosaleda preguntándose, o más bien reafirmándose, de
dónde se habría escapado aquél especímen.
Harto de la espera y de ningún sabroso fruto, se bajó de su
pedestal, en el término más exacto de la palabra, tiró el arco y la flecha en
la papelera que había en un rinconcito de aquél pequeño Edén y se revistió con el abrigo que, al menos, le
prodigó con un paulatino calor agradecido.
Volvía hacia su casa derrotado, sin ganas de llegar y con
otras muchas que le parapetaran de su fracaso.
El deambular por las calles durante el trayecto de vuelta fue
un andar errante, sin consciencia de por dónde caminaba. La vida, ya no tendría
el mismo sentido para él. Había fracasado. Estaba condenado a vivir el resto de
su vida solo.
En estas disquisiciones filosóficas llegó al portal de su
vivienda. Metió la llave en la cerradura y la abrió. Siguió camino del ascensor
mientras la puerta seguía describiendo, lentamente, el semicírculo hasta
cerrarse. Unas manos la pararon en su recorrido un instante. Poco después, le
permitieron completarlo.
Se disponía Ramiro a abrir el ascensor cuando una delicada
voz a sus espaldas le dijo: "Perdón, buenos días, podría concederme unos
segundos..."
Ramiro se volvió taciturno hacia su interlocutor y descubrió
unos ojos verde helecho, enormes observándole y, a la vez, conmocionados por lo
que creían que la portadora de ellos acababa de hacer. Habían mirado de soslayo
a los pómulos cercanos y éstos corroboraban la emoción de su dueña.
"Diga, diga...señorita...¿qué quiere de mí?"
"He visto lo que usted ha sido capaz de hacer en el
Parque y soy muy tímida y no he querido acercarme. Presiento que ha sido un
acto desesperado por encontrar el amor. A mí...me pasa lo mismo. No le
encuentro y soy muy desdichada."
Ramiro, como si una inyección de adrenalina le hubiera
entrado a chorro en pleno corazón o la flecha que acababa de tirar en aquella
papelera, recobró, de golpe, todas la energías físicas y emocionales.
Tendió el brazo, galantemente a aquella mujer, que a cada
momento le parecía más bonita, y con ella al brazo, volvió a salir, tal como
estaba, asomando por todas partes su disfraz de Cupido, a la vorágine de
aquellas calles de una mañana de domingo de febrero soleado, mucho más radiante
de lo que había amanecido.
Pudiera ser que hubiera encontrado el Amor.
Presentado al VII Certamen Literario San Valentín, el Mito del Amor. Asociación Cultural Tierno Galván.
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