domingo, 1 de marzo de 2015

Cupido


Era una mañana de primeros de febrero; de un febrero castellano que no engaña a nadie. Luminosa, radiante. Entraban los rayos de sol por el enorme ventanal del dormitorio de Ramiro, queriendo demostrar que habían vencido al invierno;  vana pretensión pues no había más que abrir aquella ventana, para darse cuenta que tras la piel de oveja calentada por esos rayos, venía, al socaire, el frío natural de estas tierras por esas fechas.
Se desperezaba lentamente. Llevaba una temporada mustio; insatisfecho consigo mismo pues había llegado a la conclusión de que no servía para ser amado por nadie. Había ido de fracaso en fracaso en las escasas, por otra parte, oportunidades de haberse relacionado con el sexo femenino. Se conocía bien y sabía que a su natural sosería había que sumarle un buen porcentaje de mala suerte.
Y era una de las cotidianas reflexiones que Ramiro se hacía cada mañana al despertar; había llegado a ser casi un ritual. Parecía como si aquellos instantes estuvieran predestinados para ser su momento de confesión consigo mismo. Y era verdad, pero además, para ser honesto, debería de reconocerse a sí mismo, que era la mejor manera de remolonear un cuarto de hora más, diariamente, al calorcito de la cama.
Nunca supo, si por el intrusivo entrar de esos rayos solares en su habitación aquella mañana, casi al asalto "in extremis" de una fortificación o simplemente debido al azar, uno de los causantes de que ocurran infinidad de cosas en nuestras vidas, el caso es que Ramiro decidió dar un salto de "calidad", pensó él, para solucionar, de una vez para siempre, su desdicha en el terreno amatorio.
Se aseó y salió de compras con un vigor que ni él mismo reconocía. Qué día más maravilloso, cuánta luz....¡Quién había pensado que era un día frío!
Era sábado; las tiendas tenían el trajín típico de un día en el que hay más gente que no trabaja y dedica esa fecha para pasear y hacer las compras que, los días de diario más apretados de horario, no podían hacer. Tardó, por tanto, un buen rato en conseguir los productos que había pensado comprar.
Pasó la tarde diseñando el plan, notando sensaciones contradictorias; o al menos, con el remusguillo de quien se iba a tirar por primera vez a la piscina...y desde un trampolín. La otra conciencia, más optimista, le auspiciaba parabienes animándole a que siguiera a rajatabla el plan que poco a poco se había ido elaborando en su mollera.
Amaneció el domingo sudado. La noche había sido "toledana". No había parado de dar vueltas fruto de una extraña y ambivalente mezcolanza de sensaciones; las de la esperanza ante lo que iba a hacer esa mañana y la del miedo al fracaso; lo que significaría desterrar de por vida sus expectativas de poder enamorarse.
En su cabeza no cabía más opciones. No pensaba, ni por lo más remoto, que la empresa que iba a acometer en breve, dependía siempre de dos. No valía sólo lo que él pensara.
Y a las once de una mañana como la anterior, radiante y fría, comenzó a arreglarse para la ocasión. Tras una buena ducha y un apurado afeitado, se dispuso a vestirse con el traje que se había comprado, a tal efecto, la mañana anterior.
Salió gallardamente a las calles de la ciudad con aire de conquista; más en el término épico que en el amoroso; pues hay que decir que procuraba no pensar en ese tema pues, cada vez que lo hacía, notaba determinados tembleques a nivel de piernas que le intranquilizaban bastante; pero no quería dar marcha atrás.
Quizá por esa razón y por la resuelta firmeza que sentía para acabar, de una vez por todas, con su  mala suerte ante el amor, las miradas de los transeúntes con los que se cruzaba no le producían el menor atisbo de vergüenza; es más le reafirmaban más en su propósito.
Entró en el parque y eligió el lugar más apropiado para su espera.  Era un rinconcito abrigado de los vientos y muy soleado circunvalado por un gran seto que permitía que los rayos del sol consiguieran mantener un clima más bien cálido y confortable. Se accedía al lugar por una pequeña rosaleda verdaderamente bonita y romántica con bastantes rosas en flor, a pesar de las fechas. La plazoleta semicircular albergaba una minúscula, pero coqueta, fuente y un banco de piedra largo también semicircular que pretendía emular la disposición de aquellos setos a su espalda primorosamente podados.
Y allí llevó a cabo su plan. Se desprendió del abrigo y lo apartó, con cuidado, a un lado. Extrajo los utensilios que le servirían para llevar a cabo su representación. Se subió al banco en lo que sería más o menos su punto medio  y con mirada al cielo infinito, nunca mejor dicho, estiró todo lo que pudo la cuerda de aquél arco de pacotilla y colocó una flecha estrafalaria en el mismo. Esperó. Siguió esperando. Una hora... dos...
Las piernas no las sentía. Los brazos le pesaban como si fueran de plomo.
Una incipiente gota, incómoda, pugnaba por salir de su nariz.
¡Qué fiasco! ¡Al carajo, con todo! No había tenido ni la más ligera visita. Sólo de vez en cuando y en la distancia, se había asomado alguna persona al final de la rosaleda preguntándose, o más bien reafirmándose, de dónde se habría escapado aquél especímen.
Harto de la espera y de ningún sabroso fruto, se bajó de su pedestal, en el término más exacto de la palabra, tiró el arco y la flecha en la papelera que había en un rinconcito de aquél pequeño Edén y  se revistió con el abrigo que, al menos, le prodigó con un paulatino calor agradecido.
Volvía hacia su casa derrotado, sin ganas de llegar y con otras muchas que le parapetaran de su fracaso.
El deambular por las calles durante el trayecto de vuelta fue un andar errante, sin consciencia de por dónde caminaba. La vida, ya no tendría el mismo sentido para él. Había fracasado. Estaba condenado a vivir el resto de su vida solo.
En estas disquisiciones filosóficas llegó al portal de su vivienda. Metió la llave en la cerradura y la abrió. Siguió camino del ascensor mientras la puerta seguía describiendo, lentamente, el semicírculo hasta cerrarse. Unas manos la pararon en su recorrido un instante. Poco después, le permitieron completarlo.
Se disponía Ramiro a abrir el ascensor cuando una delicada voz a sus espaldas le dijo: "Perdón, buenos días, podría concederme unos segundos..."
Ramiro se volvió taciturno hacia su interlocutor y descubrió unos ojos verde helecho, enormes observándole y, a la vez, conmocionados por lo que creían que la portadora de ellos acababa de hacer. Habían mirado de soslayo a los pómulos cercanos y éstos corroboraban la emoción de su dueña.
"Diga, diga...señorita...¿qué quiere de mí?"
"He visto lo que usted ha sido capaz de hacer en el Parque y soy muy tímida y no he querido acercarme. Presiento que ha sido un acto desesperado por encontrar el amor. A mí...me pasa lo mismo. No le encuentro y soy muy desdichada."
Ramiro, como si una inyección de adrenalina le hubiera entrado a chorro en pleno corazón o la flecha que acababa de tirar en aquella papelera, recobró, de golpe, todas la energías físicas y emocionales.
Tendió el brazo, galantemente a aquella mujer, que a cada momento le parecía más bonita, y con ella al brazo, volvió a salir, tal como estaba, asomando por todas partes su disfraz de Cupido, a la vorágine de aquellas calles de una mañana de domingo de febrero soleado, mucho más radiante de lo que había amanecido.

Pudiera ser que hubiera encontrado el Amor.


Presentado al VII Certamen Literario San Valentín, el Mito del Amor. Asociación Cultural Tierno Galván.

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