martes, 23 de junio de 2015

De cartón


Acurrucados en sí mismos, aplastados, viajaban los libretos y partituras de aquél ánima en pena que, por los pueblos y aldeas y por poco más de una ración de puchero del día, cambiaba su cascada voz, cuando podía, por algo que llevar, a ser posible caliente, a su estómago.
De pueblo en pueblo y al amparo de festejos, ya fueran estivales o de invierno, caminaba la mayor parte del tiempo sopesando de mano en mano una maleta de cartón permeable por el paso de los años ; y encinchada para que resguardara en sus entrañas las escasas pertenencias de su portador y dueño.
Con cada vez menos sitio para la ropa, hacía que los manuscritos de los folletos y viejos recortes de periódicos de aquello que fue y que no volvería a ser, le sirvieran aún como pequeños reclamos ante las concejalías de cultura de turno; que, más bien por caridad que por caché, aceptaban una velada de otro tiempo a cambio de una sopa caliente; siempre caliente aún en el propio estío. Es como si quisiera mantener intactas las fuerzas defensoras de su organismo en un alerta permanente ante los futuros fríos invernales.
Y en el interior de la maleta, con el recalcitrante traqueteo de su andar ya cansino, los papeles y bocetos de canciones terminaban por mezclarse cual si de una bacanal romana Flavia se tratara.
De tal guisa que, llegado a una población o simple albergue en el que se le permitiera al resguardo de una noche, lo primero que hacía erra intentar ordenar aquellos escritos. Algunos inacabados; la mayoría. Otros faltos de música; los más cuatro líneas rimadas al borroso compás de una botella de mal vino.
Y en el maltrecho útero de aquella maleta deslucida por los fracasos de su dueño, parecía de noche, traspasar como susurros, melodías entremezcladas de vivarachas milongas queriendo sacar a bailar al retozado y pausado tango, lánguido y serio, en una disputa amigable y sublime de quienes han compartido muchas horas de fracaso y frustración. Melodía sólo audible para quien tuviera la sensibilidad suficiente para oírla con el corazón.
Y si la milonga, rápida, provocaba al tango a medio escribir en la cuartilla de al lado, éste, lamigoso y sosegado con cierto aire perezoso, se dejaba llevar por aquellos pasos alegres y joviales que lo hacían, sin duda, rememorar los tiempos en los que las luces de las bambalinas lo hacía brillar con luz propia; pero la voz que antaño lo cantara, ahora rota por los años y por una vida que nada lo ayudó, solamente era capaz de arrancar aquellos sonidos como solía en el ascético retiro de un recodo de un camino o de un monte olvidado; sólo audible para aun auditorio alado que, maravillados por lo que escuchaban, intentaban en vano adivinar qué nuevo pariente canoro había llegado a sus parajes, capaz de conseguir aquella concatenación de bellos trinos.
Concluida la improvisada  gala, más enfocada  a sus maltrechos y tristes recuerdos que a sus excepcionales espectadores, reemprendería su marcha con un andar más quedo; temeroso de tener que volver a intercambiar otros registros pasados por la criba del alcohol, por un bíblico plato de lentejas.

Aquella mañana de otoño, un viento suave  diseminó unas partituras por las estrechas callejuelas del lugar, anunciando un libreto que decía "¡Aquí suena la milonga!", adosado a otro, quizá premonitorio, que recordaba " el farolito de la calle en que nací..." y que en aquella noche, se había apagado para siempre...

Para el V Concurso de Relato Corto "La maleta del tío Paco".

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