Acurrucados
en sí mismos, aplastados, viajaban los libretos y partituras de aquél ánima en
pena que, por los pueblos y aldeas y por poco más de una ración de puchero del
día, cambiaba su cascada voz, cuando podía, por algo que llevar, a ser posible
caliente, a su estómago.
De
pueblo en pueblo y al amparo de festejos, ya fueran estivales o de invierno,
caminaba la mayor parte del tiempo sopesando de mano en mano una maleta de
cartón permeable por el paso de los años ; y encinchada para que resguardara en
sus entrañas las escasas pertenencias de su portador y dueño.
Con
cada vez menos sitio para la ropa, hacía que los manuscritos de los folletos y
viejos recortes de periódicos de aquello que fue y que no volvería a ser, le sirvieran
aún como pequeños reclamos ante las concejalías de cultura de turno; que, más
bien por caridad que por caché, aceptaban una velada de otro tiempo a cambio de
una sopa caliente; siempre caliente aún en el propio estío. Es como si quisiera
mantener intactas las fuerzas defensoras de su organismo en un alerta
permanente ante los futuros fríos invernales.
Y
en el interior de la maleta, con el recalcitrante traqueteo de su andar ya
cansino, los papeles y bocetos de canciones terminaban por mezclarse cual si de
una bacanal romana Flavia se tratara.
De
tal guisa que, llegado a una población o simple albergue en el que se le
permitiera al resguardo de una noche, lo primero que hacía erra intentar
ordenar aquellos escritos. Algunos inacabados; la mayoría. Otros faltos de
música; los más cuatro líneas rimadas al borroso compás de una botella de mal
vino.
Y
en el maltrecho útero de aquella maleta deslucida por los fracasos de su dueño,
parecía de noche, traspasar como susurros, melodías entremezcladas de
vivarachas milongas queriendo sacar a bailar al retozado y pausado tango,
lánguido y serio, en una disputa amigable y sublime de quienes han compartido
muchas horas de fracaso y frustración. Melodía sólo audible para quien tuviera
la sensibilidad suficiente para oírla con el corazón.
Y
si la milonga, rápida, provocaba al tango a medio escribir en la cuartilla de
al lado, éste, lamigoso y sosegado con cierto aire perezoso, se dejaba llevar
por aquellos pasos alegres y joviales que lo hacían, sin duda, rememorar los
tiempos en los que las luces de las bambalinas lo hacía brillar con luz propia;
pero la voz que antaño lo cantara, ahora rota por los años y por una vida que
nada lo ayudó, solamente era capaz de arrancar aquellos sonidos como solía en
el ascético retiro de un recodo de un camino o de un monte olvidado; sólo
audible para aun auditorio alado que, maravillados por lo que escuchaban,
intentaban en vano adivinar qué nuevo pariente canoro había llegado a sus
parajes, capaz de conseguir aquella concatenación de bellos trinos.
Concluida
la improvisada gala, más enfocada a sus maltrechos y tristes recuerdos que a
sus excepcionales espectadores, reemprendería su marcha con un andar más quedo;
temeroso de tener que volver a intercambiar otros registros pasados por la
criba del alcohol, por un bíblico plato de lentejas.
Aquella
mañana de otoño, un viento suave
diseminó unas partituras por las estrechas callejuelas del lugar,
anunciando un libreto que decía "¡Aquí suena la milonga!", adosado a
otro, quizá premonitorio, que recordaba " el farolito de la calle en que
nací..." y que en aquella noche, se había apagado para siempre...
Para el V Concurso de Relato
Corto "La maleta del tío Paco".
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