Venía
de frente. La descubrí a más de un centenar de pasos. No fue por su estatura,
bastante normal, sino por las propias miradas de los viandantes con los que se
cruzaba, que me hicieron fijarme en ella.
El
mundo le resultaba pequeño. Simplemente se le comía, poco a poco, a medida que
se acercaba; no en un afán altivo de ¡aquí estoy yo! sino, en uno de pleitesía
agradecida que, el mundo, recitaba: ¡aquí está ella! Sin exageración de
vasallaje ni falta de humildad. Simplemente reconociendo su talento.
Con
su inmaculada gabardina de entretiempo a la moda, deambulaba con el caminar de
quien sabe lo que quiere en cada momento; aunque lo que deseara en ese instante
fuera tomar una taza de su querido té verde.
Se
acercaba más. La línea imaginaria entre nosotros era la misma. Si no
cambiábamos de dirección, inevitablemente nos llevaría a chocar el uno con el
otro.
Varié
yo la trayectoria convencido de que ella no se había percatado de la situación,
pensando que caminaba distraídamente.
Y
nos cruzamos. Fue entonces cuando se giró levemente hacía mí y en ese mismo
instante, tarareé la letra de un bolero inmortal: "aquellos ojos...
verdes..."
Para el I Concurso de
Micro-relatos Ojos Verdes Ediciones.
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