Su mirada, fija en un punto imposible de arrancarla de él. Su
cuerpo, parapléjicamente quieto, erecto, entumido, como si hubiese sufrido,
repentinamente, un colapso general cual estatua de Lot.
Spencer intuía a su alrededor
pero lejanos, murmullos apagados de sonidos irreconocibles a sus oídos
que, zumbonamente, revolvían su cabeza atolondrada ya por lo que acababa de
pasar.
Y no supo nunca el tiempo que pudo transcurrir en ese estado.
Las imágenes se le agolpaban como los antiguos celuloides en blanco y negro;
grandes manchas blancas salpicaban los recuerdos de su episodio anterior como
queriendo quemarlo y fundirlo para siempre en lo más recóndito de su mente.
A medida que su organismo salía de aquél estado rayando la
catalepsia, iba reconociendo sensaciones que le demostraban que estaba vivo;
que volvía desde algún punto que, unos pocos segundos antes aún sin ser
totalmente consciente, pareciera que no iba a tener retorno.
Y la primera sensación que notó fue un fuerte sudor frío que
le recorría toda la espalda. Una impresión muy desagradable que le hizo
sobresaltarse en un espeluznante escalofrío, antesala de la consciencia que en
los minutos siguientes iba a recobrar totalmente.
Seguía de pie, azorado, mientras recobraba, a duras penas, el
vigor que antes le había abandonado.
Notó que su organismo empezaba a responder y sobre todo a
comprender lo que su cabeza le dictaba y, poco a poco, logró mover brazos y
piernas en lo que resultó devenir en una sensación placentera y sentir que
retomaba el control de sus actos; aunque, de momento, sólo fueran los de pura
mecánica.
A medida que el tiempo pasaba, eterno para lo que él hubiera
querido, su estado general se entonaba. En un acto casi reflejo pasó su mano
derecha por su rostro; más queriendo
eliminar visiones que le acechaban que por quitarse el pegajoso sudor que
recorría su cara.
Fue entonces cuando cayó en la cuenta que su mano estaba más
mojada que la cara que intentaba secar. Y cuando posó sus ojos en su extremidad
la vio de un color rojo quemado, oscuro, que le volvió a sacudir su cuerpo con
estrépito.
Acababa de comprender lo que había pasado aunque no sabía
cuándo. Entre las tinieblas que le rodeaban, buscó con la mirada el objeto del
que sus ojos no se habían podido apartar durante el rato que hubiera sido...y
lo encontró. Sobre una mesa , frente a él, desafiante y tremendamente tiznado
con el mismo color del de su mano.
Un cuchillo cuyo brillo de su hoja no lucía enfundado por una
vaina sanguinolenta que impedía su fulgor.
Y de un sopapo no físico, recobró de golpe la razón. Rebuscó
con una mirada nerviosa por los rincones nebulosos de aquél cuarto sin
encontrar el bulto que recordaba que, tras una refriega, había acuchillado.
Pero allí no estaba. Su cerebro no dejaba de enviarle la imagen del cuerpo
muerto que había quedado tendido en el suelo de la habitación; pero había
desaparecido.
Sabía, ya estaba lúcido, que alguien había entrado, por algún
motivo, a matarle y que había peleado y que en un momento del lance, había
notado el espasmo mortal que la hoja de su puñal provocaba al hundirse entre
las costillas de aquél tipo. Luego su cuerpo salió de sí mismo y contempló la
escena como si de un espectador de anfiteatro la estuviera viendo en un cine de
barrio; en un plano casi cenital.
Y ahora, cuando la realidad había vencido por fin a la
ficción, descubría que el cuerpo del infortunado asesino, había desaparecido
del lugar de los hechos.
Algo no cuadraba en todo aquello. El sudor a borbotones, le
recorría de manera descarada todo su cuerpo y esa oleada mojada con sabor a
noche de hampa de un barrio marginal
neoyorquino, le agitó; y lo hizo de tal
manera que percibió un sonido zumbón que a lo lejos parecía de sirena policial
que se acercaba y que devino cuando lo tubo al lado, en el chirriar monótono y
estridente del despertador de su mesilla de noche.
Acababa de darse cuenta de que todo había sido una
desagradable y molesta pesadilla.
Para el I Concurso de Relatos
Policíacos Granada Noir. Festival
Granada Noir y la editorial Palabaristas.
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