domingo, 24 de mayo de 2015

Agosto


Volvía con los libros bajo el brazo de un tórrido día de agosto de los de antaño, de botijo  de barro  y albañiles a la intemperie con su pañuelo blanco a modo de casquete por todo cobijo del astro sol.
Había sido una mañana agotadora de estudio; no sólo por la aridez de los temas en los que había estado trabajando, sino, sobre todo, por los nervios que, desde hacía días, notaba que recorrían como culebrillas por todo mi ser; preámbulo de lo que mi cabeza dictaba a mi conciencia y era que no me iba a dar tiempo no sólo a repasar la signatura; sino que ni tan siquiera iba a poder  "ver" una buena cantidad de los capítulos del examen.
Y el sol, implacable, caía a plomo sobre mi deshidratado cuerpo. Eran las cinco de la tarde, hora taurina por excelencia y volvía al Colegio Mayor, pasado de hora. Me refiero a la hora de todavía poder tomar algún alimento en la cocina; ya cerrada a esas horas. Se me había hecho tardísimo.
Las gotas de sudor se escapaban de mi cuerpo, abandonando un barco semi hundido por la barruntada derrota académica y, cómo no, por el hambre acumulado tras tantas horas de ayuno.
Recorría una larga calle que separa el lugar en el que solía estudiar con la Plaza donde se encuentra  el Colegio Mayor y me costaba distinguir , desde lejos, el fondo arbóreo y frondoso de la citada plaza. Los rayos de calor de aquél sol tiránico reverberaban con tanta virulencia desde el  suelo que formaban una fantasmagórica y danzarina neblina deformando el contorno del paisaje.
Y casi al final de lo que para mí  en ese momento más se acercaba al camino de El Calvario, es decir de aquella calle estrecha y angosta, se abrió , a mi izquierda , un salvador porche que recorría unos cuantos metros de una acera cuya brea, pegajosa, ablandada por el sol,  se adosaba con inquina en mis sandalias veraniegas, casi derritiéndolas.
Y en él me refugié; con avaricia. Como el que tiene sed y se bebe de un trago el agua del botijo sin importarle un pito el que viene detrás.
Di unos pasos cerciorándome de que, al fin, mi cabeza no servía de diana de aquellos lengüetazos solares abrasadores y cuando mi cuerpo se empezaba a acostumbrar a cierta sensación de desahogo, una puerta de un local  con un amplio ventanal a su izquierda recordó a mi cerebro que tenía sed.
¡Sed! ¡Mucha, con ambición malsana!¡Mezquina!¡Insolidaria!. Casi pecaminosa. Y caí en la tentación de mirar al interior del local...y me perdí.
Allí estaba, esbelta, arrogante, sabiendo de su elegancia cristalina; bañado su cuerpo en un vapor gélido, cual velo de una hurí sedoso y trasparente; sugerente de los más libidinosos pensamientos. Plantada en medio del mostrador; desafiante y me pareció que me ofrecía el mejor de sus guiños provocadores.
¡Sucumbí! Entré como una exhalación; me senté frente a ella, acaricié su frío y esbelto talle y todas mis pasiones reprimidas saltaron por el aire haciendo añicos años de austeridad y de buena educación recibida de mis padres. La tomé al asalto, pasionalmente. Sin decoro.

Me la llevé a los labios y me derretí ante el deleite de aquél agua recorriendo mi abrasada garganta ávida de líquido reparador. Fue de un sorbo. Dejé el dinero en el mostrador y me alejé de él abochornado y sin querer volver la vista atrás; huyendo de las miradas de los clientes y, de paso, de mi propia vergüenza.  Llevaba en mi alma la sensación de haber violado a una indefensa, o no tanto, valquiria del Valhalla.


Para el XVIII Certamen Literario de Relatos Cortos Café Compás. Asociación Literaria y Cultural "Café Compás" de Valladolid. 

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