Volvía
con los libros bajo el brazo de un tórrido día de agosto de los de antaño, de
botijo de barro y albañiles a la intemperie con su pañuelo
blanco a modo de casquete por todo cobijo del astro sol.
Había
sido una mañana agotadora de estudio; no sólo por la aridez de los temas en los
que había estado trabajando, sino, sobre todo, por los nervios que, desde hacía
días, notaba que recorrían como culebrillas por todo mi ser; preámbulo de lo
que mi cabeza dictaba a mi conciencia y era que no me iba a dar tiempo no sólo
a repasar la signatura; sino que ni tan siquiera iba a poder "ver" una buena cantidad de los
capítulos del examen.
Y
el sol, implacable, caía a plomo sobre mi deshidratado cuerpo. Eran las cinco
de la tarde, hora taurina por excelencia y volvía al Colegio Mayor, pasado de
hora. Me refiero a la hora de todavía poder tomar algún alimento en la cocina;
ya cerrada a esas horas. Se me había hecho tardísimo.
Las
gotas de sudor se escapaban de mi cuerpo, abandonando un barco semi hundido por
la barruntada derrota académica y, cómo no, por el hambre acumulado tras tantas
horas de ayuno.
Recorría
una larga calle que separa el lugar en el que solía estudiar con la Plaza donde
se encuentra el Colegio Mayor y me
costaba distinguir , desde lejos, el fondo arbóreo y frondoso de la citada
plaza. Los rayos de calor de aquél sol tiránico reverberaban con tanta
virulencia desde el suelo que formaban
una fantasmagórica y danzarina neblina deformando el contorno del paisaje.
Y
casi al final de lo que para mí en ese
momento más se acercaba al camino de El Calvario, es decir de aquella calle
estrecha y angosta, se abrió , a mi izquierda , un salvador porche que recorría
unos cuantos metros de una acera cuya brea, pegajosa, ablandada por el
sol, se adosaba con inquina en mis
sandalias veraniegas, casi derritiéndolas.
Y
en él me refugié; con avaricia. Como el que tiene sed y se bebe de un trago el
agua del botijo sin importarle un pito el que viene detrás.
Di
unos pasos cerciorándome de que, al fin, mi cabeza no servía de diana de
aquellos lengüetazos solares abrasadores y cuando mi cuerpo se empezaba a
acostumbrar a cierta sensación de desahogo, una puerta de un local con un amplio ventanal a su izquierda recordó
a mi cerebro que tenía sed.
¡Sed!
¡Mucha, con ambición malsana!¡Mezquina!¡Insolidaria!. Casi pecaminosa. Y caí en
la tentación de mirar al interior del local...y me perdí.
Allí
estaba, esbelta, arrogante, sabiendo de su elegancia cristalina; bañado su
cuerpo en un vapor gélido, cual velo de una hurí sedoso y trasparente;
sugerente de los más libidinosos pensamientos. Plantada en medio del mostrador;
desafiante y me pareció que me ofrecía el mejor de sus guiños provocadores.
¡Sucumbí!
Entré como una exhalación; me senté frente a ella, acaricié su frío y esbelto
talle y todas mis pasiones reprimidas saltaron por el aire haciendo añicos años
de austeridad y de buena educación recibida de mis padres. La tomé al asalto,
pasionalmente. Sin decoro.
Me
la llevé a los labios y me derretí ante el deleite de aquél agua recorriendo mi
abrasada garganta ávida de líquido reparador. Fue de un sorbo. Dejé el dinero
en el mostrador y me alejé de él abochornado y sin querer volver la vista
atrás; huyendo de las miradas de los clientes y, de paso, de mi propia vergüenza. Llevaba en mi alma la sensación de haber
violado a una indefensa, o no tanto, valquiria del Valhalla.
Para el XVIII Certamen Literario de Relatos Cortos Café Compás. Asociación
Literaria y Cultural "Café Compás" de Valladolid.
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