Hace
unas décadas de años, ir al norte de España en lo que se llamaba "fuera de
temporada", era ir a lo seguro; es decir, a lo seguro que no encontrabas
abierto casi nada.
Y
hace esas décadas, decidimos hacer un viaje aprovechando no sé qué puente, al norte. Nos gusta, esa es la verdad; y
mucho nos tenía que gustar entonces para embarcarnos, casi en el sentido exacto
de la palabra, en un viaje largo, lleno de curvas, cielo nublado, cuando no nos
caía encima el diluvio universal; lo habitual
en unos años en los que , el tiempo, hacía caso al período estacional en
el que nos encontrábamos. Es decir, cuando el hombre todavía no nos habíamos
tomado en serio cargarnos definitivamente, el planeta.
Y
en un coche, bastante potente de aquél entonces, emprendimos una marcha que
aunque larga, nos apetecía; con lo que podíamos parar un par de veces en el
camino, sin problema, y degustar los diferentes cafés, o sucedáneos, que te
largaban en los mesones de carretera; en muchos casos el parecido con lo que tú
habías pedido, era tan sólo en el color.
Con
todo llegabas a un punto en el que, aún con las ventanillas del coche subidas, se
llegaba a notar el olor a mar, a la mar, como se dice por esas latitudes; lo
que te producía una descarga de optimismo y buen humor que hacía que las
temibles "eses" del trayecto casi final del camino, se hicieran mucho
más llevaderas.
Cruzabas
el amplio pueblo, entonces obligatorio, con cruce y guardia tozudo, empeñado
siempre, en dar el paso al vehículo que no era el que tú conducías y una vez
pasado ese no tan pequeño escollo, tomabas la carretera que te llevaba a tu
paraíso particular; ese con el que te pasabas soñando todo una año; justo desde
el día siguiente de un verano que tenías que volverte de tus vacaciones; hasta
el día que volvías a sobrecargar el sufrido coche para volver a ver el citado
paraíso.
Pero
ese año, de esa década, quiso el destino y seguro que la disponibilidad de más
"cuartos" en el bolsillo, que se pudiera tomar un pequeño aperitivo
vacacional, entre medias de ambos estíos. Y como relataba, lo hicimos. Y
pasamos casi todo el día de viaje; era otra época. Y llegamos. Era la hora de
cenar y decidimos, una vez habernos presentados en el lugar del hospedaje, ir a
cenar a un magnífico restaurante distante de nuestro destino apenas cuatro
kilómetros y que tenía fama, y lo puedo asegurar por experiencia, de que se
comía de maravilla.
Entramos
ante una mirada extraña y colectiva de las cuatro personas que, a todas luces,
pertenecían al restaurante. Nos sentamos en una mesa y pedimos la
"Carta". No había. No era posible, otras veces era muy amplia. Pues
ésta vez, no. No nos podían solucionar la papeleta más que aceptando cenar un
par de huevos fritos con su correspondiente sartenada de patatas, también
fritas.
Lo
aceptamos, con estupor, pero teníamos hambre. No tardaron cinco minutos en
aparecer con ambos platos y la "gusa" interior, casi nos hizo perder
las más elementales normas de comportamiento en la mesa; pero los atacamos,
materialmente. Jamás he comido un par de
huevos fritos tan bien hechos como aquellos y que me supieran tan ricos. Bueno,
sí. Los primeros que me dio a probar mi abuela, siendo yo muy niño, en un
pueblecito castellano: Villarmentero de Esgueva.
Volvimos
al siguiente verano al mismo restaurante. Nos reconocieron. La carta era la
normal de las fechas: variada y heterogénea; había de todo y muy bueno. Pero no
tanto como aquellos simples huevos fritos...
Para el II Concurso La Agenda Compacta "Historias en un Restaurante". Agenda Compacta
FM y Cenas con Historia.
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