Un
sinuoso camino te llevaba entre campos de patatas y de remolachas y picando
poco a poco lo suficiente para que tus gemelos notaran el esfuerzo de la
pequeña inclinación del terreno por el que caminaban.
Y
en Castilla, y con un sol de mayo tardío, lo natural es que se sude. Y sudaba.
Y el camino, polvoriento por el trasiego de la maquinaria agrícola asidua
paseante del lugar; resecado por el sol y la ausencia de lluvia en muchos
meses, otras de las características del lugar, levantaba remolinos de polvo con
la apenas incipiente brisa de la tarde
que se mostraba de cuando en cuando.
Y
terminaban las tierras y empezaban las casas; y seguía subiendo, como queriendo
alcanzar el cielo, entre calles que, al menos, servían de refugio contra un sol
implacable, viejo, ancestral; a la altura
y en consonancia con ese rincón
de la Castilla vieja, eterna.
Y
allí había vida; en la calle. En los portales arremolinadas varias sillas con
sus moradoras animosas hablando de lo divino y de lo humano; bueno más de lo
último porque de los primero, ya se encargaba el señor cura todos los días a la
menor ocasión que se le presentaba.
La
terraza del bar estaba llena. Ignoro si de clientes o de meros espectadores de
los diferentes tipos de partidas que allí se jugaban: cartas o dominó. Pero
estaba concurrido. Parecía que, algún mirón de más de la cuenta, había; lo que
me trajo a la memoria el dicho popular de que "los mirones, callan y dan
tabaco". Ahora en desuso, sobre todo porque cada vez se fuma menos.
Y
en la cima de aquel circuito ascensional, cual Gólgota... la inmensidad...
Un
espectacular océano verde formado por las copas de pinos centenarios, se
extendía hasta mucho más allá de donde la vista, al menos la de este caminante,
podía alcanzar. Se perdía en los confines de la distancia, entremezclándose con
las faldas borrosas de la cordillera que allá, en el infinito, se intuía entre
las brumas.
Y
descendí, animado por el cambio del paisaje, adentrándome en ese mundo arbóreo
donde flotaba, en el aire, la fragancia de su resina. Y comprendí lo pequeño
que se vuelve uno cuando intenta explorar el verdadero mundo salvaje, o pseudo
salvaje, de la naturaleza.
A
medida que penetraba en el vientre de aquél impresionante bosque, los sonidos
cambiaban. El camino lo atravesaba de parte a parte, con sigilo, esmeradamente,
como no queriendo importunar la quietud de aquellos pinos. De vez en cuando, un
sonido animal, salvaje, se escuchaba a cierta distancia; unos para advertir de
mi intrusismo; los otros, espantados por lo que yo pensaba que eran andares
sigilosos.
Y
así recorrí una decena de kilómetros, que me parecieron, pocos. Enfrascado en el
ruido, totalmente novedoso para mí; del pequeño ulular de la brisa al acariciar
las jóvenes pinochas de las ramas más altas de los árboles.
Comprendí,
poco a poco, la sutil estabilidad de la naturaleza; un simple grito que yo
hubiera lanzado, habría servido para que multitud de animalillos que, de seguro
me observaban aunque yo no los viese, hubieran alterado sus comportamientos al
ritmo de un corazón, endiabladamente acelerado, por aquello que sus agudos y
diminutos oídos, jamás habían escuchado.
Me
ruboricé ante la osadía de mi pensamiento. Y miré en derredor con la muda intención
de pedir, con mi mirada, perdón a los posibles ojillos expectantes.
Me
senté en un tocón ancho, rotundo, de los que no hacía mucho, había sido el
soporte de un impresionante pino, quizá abatido por los años y ayudado por alguna de las ciclópeas
tormentas que se pueden llegar a presentar por esos parajes.
Bebí
un largo y lento trago de agua de mi cantimplora; saboreando la paz que
acompañaba al gorgoteo que producía su paso por mi garganta.
Un
par de gazapos, aún demasiado inexpertos, atravesaron el camino jugueteando a
una cincuentena de pasos de mi. En lo alto, allá arriba, el cielo azul de aquél, ya casi atardecer, la
silueta majestuosa del águila imperial vigilaba desde su isoterma cualquier
bicho que le pudiera proporcionar la cena de aquél día. Los conejillos tuvieron
suerte; no fueron descubiertos por aquél par de ojos penetrantes desde las
alturas.
Seguí
caminando; el sol caía. Nuevos sones se incorporaban a la sinfonía que me
acompañaba, mientras otros, poco a poco, desaparecían como con sordina de
aquella melodía veraniega; como si se tratara de reflejar en la naturaleza las
diferentes partes que componen las verdaderas y humanas obras sinfónicas. Con
la caída del sol, los trinos asemejaban un largo y lento movimiento musical
como un susurro de arrullo para los moradores de las incipientes tinieblas de la
noche.
Las
piernas, menos poéticas que el pensamiento, se empezaban a quejar de la
distancia que habían recorrido aunque, animadas por la sensación placentera de
mi interior, siguieron contestando, con presteza, a las órdenes que recibían de
mi cerebro.
Y
tras el recodo, una luz. No natural. Era un farol que denotaba la anunciaba de
otro pueblecito pinariego.
Llegué,
bajo mi punto de vista, demasiado pronto. Me hubiera gustado disfrutar aún más
de "los sonidos del silencio" que abarrotaban mis oídos.
Me
senté en un pequeño montículo que había en el límite justo donde terminaba lo
divino y empezaba lo humano. Allí cené mi humilde bocadillo, haciendo tiempo,
remolonamente, para gozar aún más de aquella estampa.
Tomé
un café en el bar de la planta baja del Motel de la plaza; y en la cama, soñé
que quizás el torbellino de sensaciones que bullían en mis cabeza, tal vez,
hubieran podido ser realidad.
Para el VIII Certamen Literario de Relato Corto Cuéntame Portillo. Excmo.
Ayuntamiento de Portillo, en colaboración con el Instituto de Enseñanza
Secundaria, I.E.S. Pío del Río Hortega. Portillo (Valladolid).
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