La
orden, lacónica, a través del teléfono recibida esa madrugada, era clara,
tajante y concisa. El Coronel O'Connnor, sin más preámbulo se le incrustó en un
tímpano aún desacostumbrándose al silencio del descanso de la noche.
-¡Reúna
a su equipo y preséntense en el sitio acostumbrado en una hora!. Colgó.
Permaneció
un rato mirando al auricular que aún sostenía en su mano sopesando seriamente ,
la posibilidad de arrojarlo contra la pared y que la bakelita se dispersara
hecha añicos por el terrazo de la habitación del hotel.
Lo
pensó dos veces, y se contuvo.
Llamó
a su segundo, sargento Darrell Taylor y
le comunicó la orden recibida así como de que se encargara de avisar a los
demás siguiendo el procedimiento rutinario.
Acababa
de pasar media hora desde esa primera llamada cuando los cuatro componentes de
aquél comando, se encontraban reunidos en la antesala del despacho del Coronel.
Una
secretaria, con ojos de sueño atrasado desde los albores de la guerra, les hizo
pasar al despacho. Tras los taconazos de rigor, del reglamento. el Coronel
O'Connor, les dijo que se relajaran y los hombres se dispersaron en varios
butacones , cada uno de un estilo, que se encontraban desparramados por aquél
salón con oposiciones a despacho. Desde luego, muy lejos de esos otros
acicalados y encerados de los pisos nobles del edificio; pero que, sin duda, no
encerraban tantos secretos como aquellas envejecidas y maltratadas paredes en
aquél sótano. La guerra era así. El guante blanco almidonado y la etiqueta para
la diplomacia y las cloacas para los que, realmente, la combaten.
Es
uno de los pocos principios que no han cambiado con el paso de la Historia;
desde César a nuestros días; incluso el propio Cónsul ostentaba como adorno
unas hojas de laurel por sus victorias sobre su cabeza sin la más ligera mácula
de sangre en su toga, blanca, involuta.
La
carnicería, la dejaba para que sus generales , impregnados de sangre amiga y
enemiga; desfiguradas sus facciones por el propio horror de la guerra,
recorrieran las grandes extensiones
ocupadas como campo de batalla, reconociendo a sus soldados y rematando,
por compasión, a los que con su mirada les imploraban, casi le exigían, esa última demostración de afecto compasión y
de camaradería.
-
"Les he citado para una nueva misión. Distinta; no tienen que descifrar
códigos ni objetivos militares enemigos. Cuento con Uds., porque han demostrado
con creces su arrojo en el combate, pero sobre todo, su astucia a la hora de rehusar una refriega que no sea necesaria, que no conduzca a
nada.".
Las
miradas del grupo, largamente empleado en muchas misiones, les sirvieron para
responderse, sin hablar, a la pregunta que en su interior todos se hacían ¿qué
misión les encargaban esta vez?.
Llamó
a un timbre y en unos segundos apareció en la puerta del despacho la secretaria
a la que parecía que en ese intervalo corto de tiempo, la hubieran caído
encima, de golpe, dos año más de sueño.
-"Mi
coronel"
-¡Hágale
pasar!"
El
grupo entrecruzó miradas de manera un tanto nerviosa; era la primera vez
que, su coronel, no era más directo al
transmitirles las ordenes.
Al
cabo de un par de minutos se volvió a abrir la puerta y apareció una figura de
un hombre, ya metido en años, con gabardina, civil, y de un aspecto bastante
dejado.
En
el ánimo de todos estuvo claro, desde que le vieron aparecer, que sería algún
experto, ratón de biblioteca, quien se encargaría de acabar de explicar aquella
misión.
-"Les
presento a Byron Campbell; profesor de la Universidad de Oxford de Arte, y
experto concretamente, en pinturas de la época del barroco".
Cada
cual, a su manera, le dirigió una seña más o menos intencionada de
reconocimiento y se dispusieron a escuchar el resto de la misión.
Todas
las miradas se volvieron a concentrar en torno a la figura del coronel y éste
les sorprendió con un :
-
"Prosiga señor Campbell".
La
dejadez que hasta ese preciso momento se le había presupuesto; desapareció en
un instante. Parecía como si tomara el mando de la operación sin, ni tan
siquiera , contar con el rango del superior que estaba a sus espaldas.
-"Estamos
en condiciones de acreditar que el expolio de obras de arte por parte del mando
nazi, intentándoselas llevar todas a Berlín, por problemas derivados de sus
propios abastecimientos, de su logística,
se han visto varadas, un buen número de ellas, en una zona costera de
Holanda".
Se
calló y se echó a un lado.
El
coronel O'Connor, prosiguió. "Su misión consiste en ir y localizar el
punto exacto de su almacenamiento; que pasaré al Estado Mayor y organizará una operación a gran escala para
su posible rescate, siempre y cuando existan verdaderas probabilidades de éxito
con la menor pérdida de vidas humanas".
-"Dos
cosas más tengo que agregar, mientras extendía el sobre al teniente Kelley con
los pormenores de la misión; la primera que es imprescindible que se hagan con
el lienzo de Rembrandt llamado " La ronda de noche"; esa obra la
deben de traer Vds., personalmente, de vuelta a este despacho; y la segunda, que el señor Campbell, les
acompañará en esta misión".
Un
ligero atisbo de protesta casi surgió de los labios del fornido cabo Miller,
con un imperceptible, "pero señor..."; y ahí murió su protesta, ante
las miradas recibidas, al unísono, por parte del Coronel O'Connor y de su
teniente; quien aún le infundía mucho más respeto.
De
vuelta al hotel citó a todo su grupo en su habitación; a excepción del civil.
No era preciso que, de momento, supiera con detalle toda la operación. Era un
mero comparsa que lo único que haría hasta el crítico momento, sería estorbar
los movimientos de un grupo altamente especializado en pasar desapercibido o,
si por causas mayores, eran descubiertos, su velocidad de acción y acierto en
la respuesta, suponía el éxito o el fracaso de su misión. El civil, no sólo por
la falta de preparación, sino incluso, por ser ya una persona entrada en años,
no bajaría de los cincuenta, sería un serio obstáculo al que no estaban
acostumbrados y, no por ello, deberían de prestarle su máxima protección.
El
teniente Kelley leyó el resto de las órdenes y no esperó a que se produjera
ninguna pregunta. Nunca las había. Los acontecimientos posteriores siempre se
encargaban de responderlas.
Los
dos días siguientes eran cruciales. De tensa espera, pero de actividad
frenética. Por un lado se intentaba adiestrar, en lo más básico, al nuevo
miembro del grupo; sobre todo en cosas lo más elementales posibles de
supervivencia. Resultó ser un patoso; no tanto por su falta de actitud, sino
por no haber tenido, en su vida, ni el más ligero contacto con la naturaleza;
salvo eso sí, como no fuera contemplando
los paisajes de los grandes cuadros de su querido museo, en la ciudad..
Pero
sudó y le hicieron sudar la gota gorda, pues voluntarioso lo era y fallaba una
y otra vez y concienzudamente, volvía a repetir el ejercicio hasta conseguir
realizarlo de una manera, al menos, aceptable. Los que sí se ganaron el pan,
sobradamente, esos días, fueron los hombres especializados encargados de
entrenarlo esas cuarenta y ocho horas, casi sin tiempo ni de dormir. Ya lo
harían más adelante, cuando la situación
se lo permitiera.
El
resto del equipo prosiguió con su rutina de pertrecharse de aquello que podrían
necesitar; siempre lo básico, para no sobrecargar más la dificultad de su
transporte. Si necesitaban algo extra más adelante, su ingenio, también altamente
adiestrado para solventar eventualidades, debería de proporcionarles la
alternativa necesaria para quitarse el problema de encima.
La
hora estaba marcada. A las dos cero cinco de la madrugada serían recogidos por
un vehículo de la marina británica y conducidos a una base ubicada en un punto
de la costa suroccidental inglesa, totalmente secreto. No existía oficialmente.
No estaba señalado en ningún mapa ni en ninguna cartografía marina.
Con
la exactitud exigible a un ejército, fueron recogidos a la hora prevista y,
media hora más tarde, depositados frente a un impresionante submarino cuya
sombra, desdibujada por la oscuridad de la noche y una pertinaz neblina, le
asemejaba a un Kraken fantasmagórico que hubiera emergido del mar, a la espera
de su diaria ofrenda humana.
Les
recibió el segundo al mando del submarino, quien dio las órdenes a la pequeña
escolta que le acompañaba para que se hicieran cargo de los pertrechos,
escasos, del grupo y los llevaran hasta la nave, que, materialmente parecía, a
medida que subían la escala en dirección al puente, que, de un momento a otro,
acabaría por engullirlos y arrastrarlos hasta las profundidades abisales.
Una
vez en el puente de mando o sala de operaciones, del submarino, se presentaron
ante el oficial al mando de aquél
monstruo, Capitán, al cambio en la
Armada Española Capitán de Corbeta, Nelson. ¿Ironía de la vida?, quien recibió
de manos del teniente Kelley un sobre expresamente dirigido para la máxima
autoridad naval de aquél buque.
A
las seis y cinco minutos, los motores diesel arrancaron con estruendo ,
haciendo crujir las cuadernas del sumergible y haciendo pensar, al bueno del
profesor, que aquella iba a ser su última zambullida en un mar que se le
presagiaba hostil a todas luces; como esas últimas luces que había podido
percibir momentos antes de su entrada definitiva en el submarino, asomándose
tras unas colinas anunciando la llegada de un nuevo día; lo que algo sí le
sirvió para tranquilizarse. O eso pensaba él, pues la cara del resto de sus compañeros,
duchos ya en bastantes inmersiones, dibujaban una sonrisa nada disimulada y más
bien bastante irónica, sin apartar ni un ápice su mirada de él. Conocían, de
sobra, lo que pasaba por la cabeza de uno en esa primera inmersión. Lo habían
tenido que pasar todos. ¡Ya se acostumbraría!
Aquél
iba a ser un día largo de un recién estrenado verano de un año harto de guerra
y con mucha , todavía, por delante; era el año 1942 y, aunque metro a metro, se
iba consiguiendo hacer retroceder al enemigo, éste presentaba siempre dura
pelea, produciéndose grandes estragos físicos entre los contendientes de ambos
bandos.
Pasaron
el día marítimo, sumergidos; cada cierto tiempo, el comandante del navío
mandaba subir a profundidad de periscopio la embarcación y tras unos instantes
de ojeo del mar y unas simples cifras que daba a su segundo y de las que éste
tomaba buena nota, volvían a descender hasta la profundidad que cautelosamente,
consideraban que les mantendría fuera de posibles encuentros con otras naves.
Comieron.
Rancho: sardinas en lata; otra paradoja más que al profesor Campbell hizo que
se le erizase, aún más el pelo de todo su cuerpo; y un motivo más de sacar unas
bromas a colación al comparar el submarino con la lata; lo que les ponía en la
posición , a todos los moradores del submarino, de simples sardinas. No
faltaron las burlas y chanzas, unas por pura diversión y otras provocadas para
ahogar, en lo posible al gusanillo que, la espera, le hacía moverse por sus estómagos.
-"Puente: ¡Silencio absoluto a toda la
tripulación!
Sonó
seco, áspero, casi fuera de lugar tras ese rato de asueto, pero, en un instante
el submarino había pasado a ser lo más parecido
a la hora nona en una abadía del Císter. El sonido del silencio, se
palpaba.
El
Capitán hizo una seña al teniente Kelley y éste, haciendo el menor ruido
posible; es decir nada pues estaba bien entrenado, se le acercó.
Por
señas le explicó que tanto el radar como el sonar habían detectado la presencia
de un buque y que la reverberación , presumía, dada la experiencia del
navegante, que pertenecía a la escuadra enemiga. De momento, hasta que pasara,
absoluto silencio.
Se
sudaba; y mucho. Empezaba a hacer mella el calor sobre todo ejercido por la tensión de aquellos momentos.
Una mano en alto del encargado del sonar, puso de inmediato junto a él al
Capitán Nelson y éste ordenó, casi como balbuciendo, absoluto silencio. El
buque que estaba en la superficie, sobre ellos, había parado sus máquinas.
Toda
la tripulación permanecía en los puestos que tenían asignados por el protocolo
de actuación para estos casos; sabían lo que tenían que hacer; pero también
conocían lo que les podía ocurrir si eran localizados por el crucero.
El
encargado del sonar, en una nota escueta, le escribió a su Capitán: "Caza
submarinos".
Era
la palabra que peor se podía leer en aquellas circunstancias. Su
maniobrabilidad era importante y tenía
una cadencia de tiro imponente arrojando cargas de profundidad. Estaban
acorralados. Solo cabía esperar; no ser descubiertos.
El
pobre profesor, sufrió de incontinencia y se meó en los pantalones. No se
movió; si algo había aprendido en aquellas poco más de cuarenta y ocho horas,
era que una orden era una orden. Comprendió, con toda la clarividencia del
momento, por qué cumplirla podía salvar muchas vidas.
La
tensión crecía por momentos; los nervios de acero de aquellos rudos marineros,
parecían que empezaban a pender ya de un pequeño hilo de araña. Un golpe, por
pequeño que fuera, podía revelar la suficiente información al enemigo sobre su
posición que propiciara un feroz ataque del que sería muy difícil salir y, por
supuesto, dando al traste con la operación.
¡Cuarenta
minutos! El Capitán del caza submarinos alemán, no cabía duda que sabía lo que
hacía; seguramente sería un viejo zorro
de mar, por su astucia; y, sobre todo, porque dominaba el arte de la paciencia;
mediante la cual, es más fácil desgastar los nervios del enemigo y hacer que
delate su posición.
Casi
no se podía respirar en la Sala de Operaciones del submarino; de hecho, parecía
que nadie lo hacía.
Se
oyó, primero un ligero borboteo, lento, amortiguado como si hubieran utilizado
una sordina para enmascarar el ruido; poco a poco, éste se fue haciendo más
potente y, a medida que pasaban los interminables minutos, daba la sensación de
que se alejaba; una mirada al hombre encargado del sonar le hizo corroborar ,
al Capitán Nelson, lo que sus años de experiencia le habían anunciado unos
instantes antes; la nave enemiga se marchaba.
Esperaron
diez minutos más, verificando en la pantalla del radar que, efectivamente, el
buque se alejaba. Dio la orden.
-"Despacio,
lentamente, emerger hasta nivel de periscopio".
Se
quitó la gorra y observó en la dirección que le marcaba la trayectoria el
radar; la estela de humo de una única chimenea, se dibujaba, blanquecina, en la
ya longeva tarde veraniega. Una hora más tarde, dio la orden de emerger
totalmente y sobre un océano relativamente en calma, orear, en lo posible el
interior de la nave y, por turnos, dejar
disfrutar a toda la tripulación de uno minutos sobre la plataforma acorazada
submarina.
Fue
una cena rápida. Tampoco los expedicionarios tenían muchas ganas de comer. La
tensión de lo que se les avecinaba era el mejor plan de adelgazamiento posible
y el más eficaz; apenas les dejaba pasar pequeñas cantidades de alimento hasta
sus encogidos estómagos.
La
luna estaba en cuarto menguante; incluso eso había sido tenido en cuenta y el
submarino se situaría a menos de media milla de la costa holandesa para que el
comando, remando en dos lanchas neumáticas lo más rápidamente posible,
alcanzara los acantilados costeros provistos de una buena cantidad de radas y
pequeñas ensenadas en las que poder camuflar rápidamente las citadas lanchas,
sin ser vistas.
La
"Operación Ronda de Noche", estaba en marcha; y empezaría según lo
diseñado a la 0 horas 0 minutos. Todo estaba dispuesto y el equipo, preparado.
En una lancha irían El teniente Kelley, con el forzudo cabo Miller y el
profesor Campbell, mientras que en la segunda estaría el sargento Taylor con un
par de marineros del submarino que le ayudarían a bajar el equipo que llevaba
hasta tierra y retornarían a continuación, en ella al submarino.
Con
un marcial e impecable saludo militar, el teniente Kelley se despidió del
Capitán Nelson quien, bajo la más británica cortesía militar, hoy por todo el
mundo compartida, le correspondió al saludo de la misma manera. Tras unos
segundos, el Capitán Nelson estrechó la mano de Kelley y le dijo un simple:
¡hasta mañana!; dando por sentado que el teniente llevaría a cabo su misión y que
a la misma hora, veinticuatro horas más tarde, estarían representado el mismo
acto protocolario militar pero de regreso de la misión.
El
mar en calma; pero aunque los acantilados no representaban grandes problemas,
había que remar con ganas para vencer la inercia de retorno de las olas tras tocar tierra; además, porque cuanto
antes recorrieran la distancia hasta los primeros escollos, antes estarían a
resguardo de posibles vigías que pudieran pulular por las zonas altas de los
acantilados.
Desembarcaron.
Kelley dio orden al sargento Taylor de que cubriera la posición mientras
desembarcaban, los marineros que le acompañaban, los pertrechos que llevaban en
esa balsa neumática y, darles tiempo, a que volvieran hacia el submarino. Al
mismo tiempo, el mismo Kelley, se posicionaba al amparo de una gran roca la
escucha, colocando a su lado a buen recaudo , al profesor. Miller, sólo, se
encargó de las mochilas de los tres ocupantes de esa embarcación así como de
anclarla en una pequeña poza al resguardo de vientos, olas y mareas fuertes.
Una
vez terminada la tarea asignada a cada hombre de aquél comando, el equipo se
dispuso a subir la no demasiada pendiente de los acantilados. Podían haber
seguido un poco más hacia la izquierda y entrar en una zona mucho más abierta, cubierta por junqueras propias
de los lugares en que comienzan las zonas arenosas costeras; pero prefirió no
correr riesgos innecesarios y acercarse a esa zona desde una posición más alta,
dominante, dándoles así la ventaja de tener una visión rápida de todo el
sector.
Había
pasado una hora desde el puntual comienzo de la operación. Kelley echó un
último vistazo hacia la posición que había ocupado el submarino y, entre las
tinieblas, le pareció que, justo en ese momento, comenzaba a desaparecer bajo las
negras aguas oceánicas.
Pegada
a los pequeños acantilados y jugueteando con ellos entre sus revueltas y
entrantes, discurría una estrecha carretera y medio escondidos, la siguieron.
Al dar la vuelta a una de las retorcidas eses, descubrieron a unos doscientos
metros un pueblo muy pequeño; más parecido a una aldea; con escasísima
iluminación. Entre otras cosas por la propia acción de guerra, de mantener lo
más difusa posible la costa al enemigo. Entre este núcleo urbano y ellos, el
sargento Taylor dio un silbido característico y con la mano indicó lo que
acababa de descubrir. A unos cien metros delante de ellos y casi oculto por una
arboleda que intentaba invadir la propia carretera, se distinguía una pequeña
garita de madera. Era un pequeño control. Dos minúsculas luciérnagas de color
rojo, delataban que, al menos, dos personas estaban allí fumando. Justo al otro
lado de la garita, estaba aparcada una Zundapp Ks 750 con sidecar; lo que por
lógica, hacía concebir la esperanza de que no hubiera mucha más fuerza de
vigilancia en aquél puesto.
El
teniente Kelley se retrasó con el profesor; mientras Taylor y Miller, como si
de una misma persona se tratara, tomaron la dirección hacia la pequeña
espesura, junto al puesto de control.
Con
el sigilo impuesto y dispuesto por
haberse vivido en muchas ocasiones como aquella y con sólo la mirada decidieron
a quién correspondía cada uno de aquellos blancos. Y hacia allí se encaminaron.
En silencio. El búho cantó sin escandalizarse; el sonido atenuado del oleaje se
oía desde allí. La quietud era la monotonía que imperaba en aquella zona desde
hacía ya algunos meses. De vez en cuando aparecían los faros de un automóvil de
algún oficial de paso hacia ciudades más importantes; pero rara vez. Los pocos
que circulaban por allí, preferían hacerlo, salvo que no fuera por un hecho
extremadamente urgente, a plena luz del día.
Los
expertos soldados se acercaron fácilmente a aquél par de centinelas abstraídos en una conversación banal y con la
seguridad de que estaban allí porque tenía que haber alguien; no por una
necesidad real, de vigilar una zona que había hecho del tedio su mayor enemigo.
Dos
golpes secos que parecieron uno sólo dieron con ambos vigías en el suelo y
quizás, en sus cabezas, aún pensando qué era lo que les había ocurrido.
Los
arrastraron hasta la moto y los sentaron a cada uno en uno de los asientos; uno
como motorista y el otro en el sidecar , acariciando con su manos la célebre
ametralladora MG 34 con las que iban dotados muchos de los vehículos de las
unidades alemanas; y en ésta se ubicaba en la parte delantera del sidecar. Le
compusieron de tal manera que, a cierta distancia entre el claro oscuro del
cuarto menguante y la penumbra ofrecida por la arboleda, parecía que ambos
soldados estaban atentos en su puesto de
guardia.
Continuaron
en dirección a la aldea. Un perro ladró con insistencia; una puerta se abrió y
zaguán apareció dibujada la silueta de un soldado alemán, al parecer por lo
gestos, lanzando improperios contra el pobre animal.
Por
el lado derecho del camino, dentro ya de lo que se podía considerar casco
urbano, prosiguieron con cautela. De nuevo, otra puerta que se abría y dos
nuevos soldados empezaron a caminar en dirección directa hacia el grupo.
Optaron por lo más rápido y fue meterse en el siguiente portalón que había.
Resultó ser un pajar en el que, además, había un par de vacas.
Entraron,
prácticamente sin mirar. No había tiempo que perder so pena de ser
descubiertos. Cerraron con mucha cautela el portón y a ambos lados de éste si
situaron Taylor y Miller; mientras que Kelley
y Campbell siguieron hasta casi el fondo a tientas intentando
tranquilizar en lo posible , a las por otra parte, no demasiado alteradas
vacas.
Los
alemanes pasaron de largo. Pero Taylor les siguió aún un buen rato desde su
escondite, hasta que tuvo la certeza de que no habían sospechado nada.
Miller
se unió, en la parte trasera con El teniente y el profesor. Acababa de llegar
cuando un golpe derramó una pequeña lechera a tres metros escasos de ellos. Dos
cerrojos de metralleta se oyó cómo se descorrían a la vez; mientras Taylor,
desde el otro lado, se puso por detrás del causante del ruido.. Acercaron unas
linternas y dos preciosos ojos azules, aunque aterrados, pugnaban por librarse
de aquellos foco que los cegaban. Un candil que pendía de una columna, terminó
de dibujar la imagen del momento. La
niña. de unos doce años, en un francés que sólo el profesor fue capaz de
descifrar le explicó que no intentaba robar; que las vacas eran de sus abuelos
y que las estaba ordeñando a esas horas, porque si lo hacía al amanecer los
alemanes se la requisaban para su uso; y ellos, se quedaban sin el casi único
alimento que podían llevarse a la boca a diario.
Kelley
le dijo al profesor que calmara a la
niña y que la explicase, lo más
brevemente posible, que ellos no eran alemanes; eran amigos y que la
convenciera para subir el grupo a la planta de arriba que era la morada
familiar; es decir de los abuelos, únicos parientes que le quedaban a la
criaturita.
Subieron
todos menos Miller quien, por propia iniciativa, decidió quedarse de guardia
abajo, en aquél establo. Le traía a su cabeza muchas sensaciones y olores de su
niñez.
La
niña, a través del improvisado intérprete, presentó al grupo de operaciones
especiales a sus abuelos, quienes tras unos momentos de lógico recelo, al menos
chapurreaban un francés más al alcance de los conocimientos del resto de los
hombres. Éstos les saturaron de información acerca de lo que ocurría en aquella
aldea de cuatro casas; pero de poca trascendencia; por lo que dedujeron, según
se iban enterando de la pormenorizada y larga actividad que
"parecía" que se daba en la
zona, no apercibida por el grupo, lo que les llevó a darse cuenta de que los
abuelos habían comprendido que cuanto más hablaran más tiempo les estarían
dando acopio de viandas el grupo de comandos; con lo que se pusieron morados a
comer. El teniente les dejó hacer, tomando buena nota hasta donde podía ser
correcta la información válida y a partir de dónde se podían olvidar del resto.
Todo fuera porque aquella pequeña de ojos azules y sus abuelos, tuvieran
durante unos días, los estómagos un poco más llenos de lo que los últimos meses
habían estado. Le regalaron, varias latas de conservas, como provisión de más
larga duración en el tiempo; y, por supuesto, el consabido chocolate que a la
pequeña la hicieron crecer una enormidad sus ya de por si grandes ojazos.
El
teniente Kelley les preguntó, directamente, si habían oído algo sobre el
traslado que los nazis estaban llevando a cabo de obras de arte de diferentes
museos hacia Berlín. El abuelo negó poseer cualquier información de que por
allí pasaran tales mercancías, aduciendo que un convoy de aquellas
características no podía pasar inadvertido a nadie de esa minúscula aldea en la
que nada pasaba. El Teniente estuvo de acuerdo, tras previa consulta ocular con
el experto Campbell, con esas manifestaciones.
No
pudo por menos que pensar que quizás el Alto mando hubiera sido mal informado;
lo que de antemano era francamente difícil de creer, pies el servicio de
información británico, tanto sobre el terreno , como los que trabajaban en
aquél inmundo sótano de aquél no ubicado en mapa alguno edificio, trabajaban
horas y horas, concienzudamente interpretando muchos cientos de datos y
contrastando una y otra vez las informaciones recibidas. Además contando con
una
experta aviación capaz de fotografiar una parte diminuta de terreno.
Decidió
hacer turnos de guardia un par de horas y salir de su escondite ataviados de
civiles, con transformaciones, casi grotescas, imitando profesiones del entorno
que no levantaran sospecha. De esa manera se harían una mayor idea de la
situación real sobre el terreno. Para no comprometer más a los ancianos y a la niña, dejaron con ellos al profesor y
los tres se entremezclaron entre el escaso vecindario de la aldea.
Con
los aperos, como aderezo, de la profesión que intentaban justificar,
naturalmente de origen rural, parecían no levantar sospechas. Indagaron en el
centro social , por excelencia, de cualquier pueblo sea en el país que sea; la
cantina. Y poco pudieron sacar en limpio de ello; salvo algunas miradas un
tanto inquietantes por parte de algún alemán y otras inquisitorias por parte de
los oriundos de la zona que se preguntarían cómo siendo jóvenes, no estaban vistiendo
uno u otro uniforme en una guerra que empezaba a engullir a los propios niños,
reclutados directamente de la espada de madera al fusil de hierro y metralla.
Vistas
así las cosas, decidieron volver hacia la casa de los abuelos, pero dando
el arco suficiente, como para
garantizarse que no habían sido seguidos por nadie.
Ante
la escasez de información, Kelley, tras consultar con el profesor, tomó la
decisión de seguir ruta en dirección a la siguiente población; más grande que
estaba marcada en su detallado plano: Heemskerk. Era, en realidad un núcleo que
aglutinaba municipios más pequeños y en la
que se llevaban a cabo las funciones administrativas y políticas de
aquellos otros menores.
Allí,
el grupo, sí que tenía conocimiento militar de la existencia de fuerzas
enemigas. Caminaron a buen ritmo los kilómetros que les separaban a través de
bosques y sotobosques, siempre al resguardo de posibles miradas curiosas que pudieran preguntarse quiénes
serían aquellos hombres jóvenes caminando por veredas nada frecuentadas y con
edades de estar empuñando armas. Lo que nadie sospechaba es que , exactamente,
empuñar armas era lo que
estaban
haciendo constantemente, aunque pasaran por meros aldeanos.
Las
mochilas, en cualquier caso y, mientras caminaban a través del campo y bosques,
permanecían sujetas a sus espaldas, con todo lo necesario para ser utilizado en
caso de ser descubiertos y tener que emprender una acción de combate.
Comieron
en las cercanías de Heemskerk; en un altozano desde casi era imposible verse
sorprendidos. Y mientras lo hacían estudiaban los alrededores y terminaron por
fijar la mejor forma de llegar hasta el núcleo de la ciudad. Comprendieron que,
bajando lo más recto posible, era la manera más factible y, a la vez, más
protegida sin a mucho la atención; pues cuanto más se acercaran hacia la costa,
el paisaje era el mismo que habían dejado atrás, en los comienzos de la misión;
juncales con dunas de arena que enturbiaban el ambiente a poca brisa que
soplara.
Con
esa idea en la cabeza comenzaron a descender hacia el pueblo. Habrían recorrido
trescientos metros desde su puesta en marcha cuando un ¡alto!, les dejó,
categóricamente, firmes en el sitio. No pudieron reaccionar. No les dejaron
reaccionar. Siete subfusiles se destacaron de detrás de diferentes matas y
escondrijos apuntando hacia ellos empuñados por las correspondientes personas
que los portaban; y un octavo saltó desde el frondoso árbol cuyo ancho tronco
casi rozaba al teniente Kelley.
-"Bajen las armas". Era una auténtica orden dada
por un jefe. Sin gritos ni aspavientos. La voz imponía lo que se les pedía.
-"No
sois alemanes...¿Ingleses?. Se lo estaba preguntando en un inglés bastante
correcto.
El
teniente Kelley sabía de sobra que a un
paisano no había por qué darle ningún tipo de información. Sólo en el caso de
ser hecho prisioneros por el enemigo, tenían que dar su nombre y rango,. Nada
más. Permaneció callado.
Los
partisanos, que es lo que eran, se mostraban firmes pero no rudos; señal
inequívoca, bien de que alguien les hubiera puesto en aviso o que ellos, en ese
momento, percibieran que el grupo podía resultar no ser un peligro potencial.
El
que parecía ser el cabecilla de la, mal llamada, banda se plantó frente al
teniente, quien, por cierto, carecía, como es lo habitual en todas las misiones
en las que se opera tras las filas enemigas, de cualquier tipo de insignia que
le identificara como el encargado de aquél grupo.
Ser
miraron fijamente a los ojos a un par de palmos de distancia, estudiándose; y,
una minúscula arruga, casi imperceptible, surgió en el entrecejo de Kelley.
Esos ojos...los conocía. Los había visto en alguna parte...¿dónde?. Sus pupilas
se dilataron ligeramente al percatarse de dónde le había visto; era aquella
persona que, por la mañana en la aldea, les seguía a hurtadillas con la
mirada...
El
diminuto movimiento ocurrido en el rostro del teniente, no pasó inadvertido al
partisano, que comprendió que le había
reconocido. Sonrió. Sin duda, no eran enemigos.
Ante
una mirada a sus hombres, éstos bajaron sus armas.
El
partisano, dirigiéndose a Kelley, le
dijo: "Seguidnos". Sin decir ni una palabra y todos con las armas más
o menos camufladas pero en disposición de defensa, se dirigieron a una cabaña,
bien construida, en las estribaciones de la villa. Una vez dentro, bajaron
hasta un sótano tenuemente iluminado. Arriba en la planta de la calle, un par
de vigías cubrían la posibilidad de que hubiera merodeadores por la zona.
Una
vez ya instalados en el sótano, ante una gran mesa tocinera, robusta, el
partisano hizo las presentaciones de su gente de una manera rápida e informal.
Él se presentó como "Miguel", así, en castellano.
El
teniente iba a protestar, aunque sin mucha energía, por ser tratados por un
grupo de civiles de esa manera y consideraba...un atropello... a medida que
intentaba dar forma a su protesta, algo le iba cambiando en su interior...se
daba cuenta que lo que dijera sonaría a excusa banal, a tontería ante lo que
era evidente; que se trataba de un grupo de comando especial...y comenzó a
sonreír, como único y más sincero argumento.
-"Está
bien, contestó, soy el teniente Kelley y estos son el sargento Taylor, el cabo
Miller y el profesor Campbell; fue señalando a cada uno de ellos a medida que
los nombraba. Estamos inmersos en una operación no estrictamente militar".
El
jefe de los partisanos, preguntó:
-"¿Y
esa operación, es...?
Dudó
un instante, pero ¡diantre! llegadas así las cosas, si tenían que seguir
adelante siempre era mejor poder contar con un grupo más numeroso, como
cobertura, preparado y buen conocedor de
la zona.
Continuó:
"Tenemos la misión de verificar hasta dónde ha llegado el expolio nazi de
obras de arte e intentar identificar cuáles están realmente en su poder".
-"Enorme,
el expolio, enorme, le contestó Miguel. Ha sido muy grande. últimamente con la
contra ofensiva aliada están más preocupados en defenderse y lo que hacen con
las obras de arte e una especie de selección, quedándose con las que tienen más
relevancia artística; pero lo hacen de una manera muy atropellada. Ayer mismo,
paso por aquí una buena comitiva de camiones que trasladaban piezas hacia
Berlín".
-"Pero
lo primero es lo primero, concluyó. Hay que recuperar fuerzas".
Inmediatamente
apareció improvisada una comida con varios tipos de queso, fiambres, pan e,
incluso, algo parecido a filetes de carne de vacuno; o eso al menos les dijeron
que era y al grupo de comandos no le interesó indagar más sobre el asunto.
Había hambre acumulada y todo les supo a gloria bendita. El vino que acompañó a
las viandas los hizo recobrar ese vigor característico que produce en el
organismo cuando se consume moderadamente.
El
partisano no era muy hablador. se limitaba a observar. De vez en cuando daba
una orden y alguno de sus hombres salía de la bodega. Nadie entendía qué
significaba casa expresión pues las hacía en flamenco, una de las dos lenguas
oficiales de Holanda.
A
las siete de la tarde, uno de los partisanos que hacía un rato había salido,
por alguna orden recibida por parte de Miguel, su jefe, volvió y cuchicheó unas
pocas palabras al oído de éste. Kelley pensó que no era necesaria tal
desconfianza, pues era patente que ninguno de ellos hablaban el mismo idioma.
Sin
mediar más palabras cogió el subfusil, lo que sirvió de señal al resto de los
suyos y de la propia gente de Kelley y
dijo un escueto: ¡Vamos!
Todos
se pusieron en pie, los d ambos grupos y a Kelley le bastó una mirada a los
suyos para dar la misma orden que la que acababa de dar Miguel; de tal forma
que, como si hubieran sido entrenados por la misma gente, ambos grupos estaban
dispuestos con todos sus pertrechos de marcha a la vez.
Miguel
dijo: "Vamos a dar un paseo"
Empezaron
a andar con todas las precauciones estratégicas tomadas, alejándose de la
población y en dirección paralela a la costa. La disposición táctica del grupo
partisano no tenía nada que envidiar a la de ningún batallón de cualquier
unidad regular, reglamentaria. No cabía duda de que aquellos hombres sabían lo
que habría que hacer en cada momento. La rabia que aún sentía Kelley por
haberse dejado sorprender, se le iba pasando a medida que comprobaba la pericia
y la preparación militar de aquellos "civiles".
Anduvieron
cinco o seis kilómetros por el lado derecho de una carretera algo más
transitada de las que hasta entonces se habían encontrado; por lo que el grupo
la recorría adentrado unos cincuenta metros dentro del sotobosque que, por ese
lado, acompañaba a la carretera. En la cuneta opuesta, baja, sin un árbol o
vegetal más alto de un metro, prevalecían las junqueras. Y dunas, no demasiado
altas pero sí lo suficiente como para atisbar, sólo de vez en cuando, el azul
del mar; aunque, eso sí, su olor flotaba permanentemente en el aire.
Una
mano en alto del partisano que iba en descubierta unos metros por delante del
grupo, supuso un alto inmediato; y a la vez, cada integrante se encargó
rápidamente de agacharse o esconderse tras el primer tronco o matojo que le
ofreciera camuflaje.
Significaba
que, delante de ellos, a unos cien pasos, había una patrulla alemana. Habría
que estudiarla para intentar adivinar por qué estaban en un lugar en el que
nunca se solía apostar.
El
partisano de cabeza continuó su marcha con la máxima cautela y atento a todo lo
que sucedía en su entorno. Encontró un macizo denso a una veintena de pasos de
los alemanes y penetró hasta el mismo centro del macizo. Contó. Veinte soldados
incluidos dos suboficiales y el oficial, un teniente, al mando. La fuerza,
aunque preparada, no superaba en muchos efectivos a los de ambos grupos juntos.
Escuchó. Al cabo de diez minutos el teniente alemán dio la orden a sus hombres
de montar en el camión y los dos suboficiales y él subieron a un vehículo,
similar a un coche, pero de campaña; lo que en los aliados podría ser un Jeep.
El
vigía volvió sobre sus pasos e iba a informar a Miguel cuando éste hizo una
seña a Kelley para que se acercara hasta donde estaban ambos; lo que
representaba un gesto de deferencia pues
recibieron conjuntamente la información.
Era
por decirlo sucintamente, el batallón de cola del convoy que llevaba, apresuradamente, lo que según le
había parecido escuchar, era el último cargamento con pinturas camino a Berlín. La guerra comenzaba a
decantarse lentamente a favor de los aliados y Alemania, al menos, quería poner
a buen recaudo aquél botín, que les pudiera valer como moneda de cambio ante
posibles situaciones incómodas. También
se seguían otro tipo de instrucciones, mucho más particulares, como eran
las ordenes al respecto dadas por el lugarteniente de Hitler, Hermann Goering,
Comandante Supremo de la Lutftwaffe, héroe nacional de la Primera Guerra Mundial y
excelente piloto por otra parte; pero ambicioso por poseer las mejores muestras
del arte a lo largo de toda la Historia.
Siguieron
el camino una hora más y ya, entre luces, cruzaron su ya amiga carretera y se
adentraron entre las dunas. Eran más altas que las que habían
estado
viendo hasta ahora e, incluso las junqueras también y más espesas. La arena se
les metía por la nariz pues se encontraba en suspensión en el aire. Un lugar
inhóspito. Nada habitable.
Kelley
iba pensando dónde terminaría todo este paseo cuando, tras una gran duna, de
una altura comparable a una casa de os
plantas, comprobó que, en su base, se abría una entrada de características muy
similares a las de una mina ¡Aquella duna era artificial! ¡Había sido confeccionada
por el hombre!
Se
adentraron en las entrañas por el gran portalón de acceso; ampliamente
fortificado y con gran acumulo de sacos terreros pro los que, espaciadamente,
asomaban los cañones de las famosas ametralladoras "Bren", de
fabricación inglesa y ampliamente conocidas por el teniente. La luz natural dio
paso a candiles, poco iluminados, de luz eléctrica.
Llegaron
tras un buen paseo por los intestinos de la duna a una especie de caverna que
albergaba todos los servicios básicos de aquél refugio con aspiraciones de
cuartel; cuyos tabiques se habían hecho con sacos terreros. Una de estas
habitaciones hacía las veces de sala de juntas o de comedor o de "cuarto
de estar" pues había que multiplicar las funciones de aquél espacio cuanto
se pudiera, para su mejor aprovechamiento dentro de aquella duna
"postiza"".
Y
Kelley fue allí donde tuvo constancia, real del grado de liderazgo de Miguel.
Todo el mundo se dirigía a él consultándole todo tipo de detalles o actuaciones
y él, con la soltura característica de un mando nato, las despachaba con
presteza y rotundidad. Estaba acostumbrado a ello.
Se
sentaron, todos juntos, alrededor de la gran mesa que servía tanto para diseñar
los más sofisticados ataques a las fuerzas invasoras, como para servir para
degustar en cómoda camaradería los alimentos que tocaran en el rancho diario.
Miguel
tomó la palabra, previo hacer una señal a un compañero, quien desapareció por
uno de los túneles.
-"Teniente,
me dijiste que veníais a comprobar el expolio de obras de arte por parte de los
nazis y yo, te comenté que, efectivamente, había sido enorme. Tengo que admitir
que no fui totalmente sincero contigo; aunque se han llevado obras, aquí, en
Holanda , fuimos lo suficientemente previsores para que. al desfalco, fuese lo
menor posible.".
Kelley
mantenía la mirada fija en el partisano y una sombra de cierta duda, la famosa
arruga de su entrecejo, le recorría la mente.
A una señal de Miguel, tres hombres
tiraban de una plataforma rodante sobre
la que llevaban , como un sayón de procesión, protegido por mantas un enorme
bulto sobre ella. Los n destapar el envoltorio a la vez que preguntaba de una manera general al grupo de comandos:
-"¿Es
esto a por lo que, especialmente,
veníais?"
Todos
se quedaron petrificados. Todos salvo el profesor que parecía haberse quitado
veinte años de encima de golpe, pues de un salto, digno del mejor felino, se
abalanzó hacia lo que se acababa de destapar ante sus ojos.
Boquiabiertos
contemplaron ante sí al auténtico lienzo del maestro Rembrandt conocido por
"La ronda de noche" y que había dado nombre a toda una operación
"militar".
-"Lo
tenéis vosotros!, dijo Kelley, las ordenes que tengo es llevarlo personalmente
a..."
Miguel
le atajó: "Si, sé donde hay que llevarlo, no te preocupes. Nos hemos
puesto en contacto a través de nuestra red de espías y el cuadro partirá hacia
Inglaterra, por su seguridad, hasta que
la guerra finalice. Sólo que se han cambiado los planes. Ya no se va a enviar
por un submarino; ¡no hay escotilla suficientemente amplia por la que pueda
entrar!, Rió abiertamente. Vuestro Alto Mando ha dispuesto que sea escoltado
hasta una zona de la parte norte de Bélgica, donde un bombardero B-17 de las
fuerzas americanas se encargará de llevarlo, sano y salvo, al mismísimo
Londres.
Todos
se quedaron mudos. Todos esperaban cumplir con una misión que se les había
encomendado. Para aquellos soldados esa misión, "su" misión, había
fracasado. No por no haber tenido que entrar en combate, ya que esta vez no era
el objetivo prioritario; más bien al contrario; pero era la sensación de volver
a casa con las manos vacías; de no llevar lo que se les había
encomendado...bajo el brazo.
Miguel
le dio un fuerte apretón en el hombro a Kelley, mientras le decía, como leyendo
su pensamiento: "Lo habéis logrado, ¡enhorabuena!" Qué más da que
vuelva de una u otra manera; lo importante es que habéis llegado hasta el final
y ahora podrá ir a lugar seguro; aunque no seáis vosotros los que lo
lleven".
El
único rasgo de humor que deberíamos sacar de todo esto, por cierto bastante
británico, es que los Servicios Secretos de su Majestad estaban
"bien", y lo recalcó,
"bien" enterados de dónde y quién tenía el cuadro".
Y,
a continuación, alzó su vaso, de un vino de los de "ir tirando" y
gritó: ¡Salud y éxito, camaradas!.
Kelley
levantó el suyo, dio un sorbo y un regusto amargo, mucho más allá del que le
dejó el vino peleón, le recorrió todo su cuerpo.
Para el I Concurso de Relatos de Ambientación Histórica SENOHI, 2015. Impulso ITC. Madrid.
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