El
mastodonte hercúleo avanzaba, pesadamente, bajo la experta mano de su guía
hacia la batalla, convenientemente estimulado por una pica que, de vez en
cuando, se desplomaba sobre su nuca ensangrentada por las sucesivas acometidas
del aguijón.
Sobre
su lomo, cual alcazaba ambulante, se erguía, anclado por cadenas a sus lomos,
una gran cesta de mimbres, urdida densamente, con paciencia, para hacerla lo
más inexpugnable a las flechas y lanzas del enemigo.
Allí,
en esa torre moviente, acompañaban al mahout
o conductor dos soldados; un arquero, tirador de larga distancia; atacante,
minador de las defensas enemigas a vista de pájaro y un lancero a la usanza de
la infantería pesada equipado con un largo venablo que podía actuar de dos
maneras; como arma a distancia, o como defensa para rechazar los posibles,
aunque poco probables, asaltos al paquidermo. En otros, se distinguía una
cuarta figura dando órdenes y voces a bestias y hombres; era un oficial.
Y
así, avanzaba recto, agitando vivamente su cabezota de lado a lado, entrenando
lo que sería cientos de metros más adelante, su manera habitual de entrar en
combate; barriendo las tropas enemigos que se encontrara en su recorrido.
Para
el enemigo, ver venir a esas bestias hacia su posición, les suponía derrochar,
en el mejor de los casos, la mayor parte de dosis del arrojo, individual y
colectivo, reservado en el espíritu de cada soldado; provocando en muchas
ocasiones, una desbandada más o menos generalizada, ante tal avalancha de
terror.
Los
más valientes o los atenazados por tal pánico que ni tan siquiera les dejaba
huir, combatirán intentando librarse de las acometidas de aquellos ancestrales
carros de combate demoledores.
La
batalla está lanzada. Las vanguardias de cada contendiente entrechocan con
estruendo; como si dos grandes machos
cabríos percutieran con sus cornamentas para disputarse una hembra; y ésta
hembra se llama Gloria.
Esto
es lo que ven mis ojos y lo que pasa por mi cabeza cuando contemplo la diminuta
figura de mi colección que representa a estos magníficos colosos que utilizó
Anibal en sus batallas. Sus ojos me miran demandándome misericordia y como si
de un dios me tratara, piden ese soplo divino que no les puedo dar, para
reanudar sus contiendas; son elephantes belli carthaginensis plumbi...
Para el VIº Concurso Literario. Museo L'Iber de Relato Corto Histórico. Fundación
Libertas 7
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