Era
ya muy tarde. En mi afán por llegar, cuanto antes, a mi destino, había estado
conduciendo muchas horas con un ligerísimo alto en el camino para engullir, más
que cenar, un bocadillo de calamares que me supo a gloria con su correspondiente
botellín de agua para que pasara lo mejor que pudiera.
La
gente iba y venía en un viernes que ya presagiaba el progresivo alto en los
trabajos de cara al fin de semana; así como, a medida que me acercaba a mi
destino un mayor bullicio, antesala de las jornadas festivas que los días
siguientes iban a producirse.
No
había nada pues, fuera de lo normal.
Llamé
al timbre del Hotel que había escogido; lo más céntrico posible para gozar de
las fiestas sin necesitar desplazarme a grandes distancias.
Tardó
mucho rato en aparecer una figura encorvada que, muy lentamente cruzó el amplio
hall hasta llegar a la puerta en la que me encontraba. Giró con calma la
cerradura y entreabrió la hoja para preguntarme si era el huésped Fulanito de
Tal, al que estaba esperando. Cotejó, al
amparo de una linterna mi documento de identidad y dio el visto buen para que
me adentrara en el Hotel.
Cubrí
la hoja de ingreso y con la misma calma extendió una tarjeta con el número 66;
sus manos temblequeaban con cierta armonía.
Estaba
realmente cansado tras el viaje y me deshice de él, que pugnaba por
acompañarme, diciéndole que no se molestara que ya había estado años atrás
alojado en aquél hotel y, por tanto , que lo conocía. Mentí.
Dormí
plácidamente. La habitación, a pesar de estar ubicado el hotel en una de las
grandes vías de la ciudad, no dejaba traspasar por sus ventanas ni el más
ligero ajetreo urbano. Decidí desayunar en la habitación. Lo encargué y no
habían pasado cinco minutos cuando un "toc-toc" característico, seguido
del consabido "servicio de habitaciones" resonaba al otro lado de la
puerta.
Abrí
y un vetusto camarero, con una amplia sonrisa y un ¡buenos días! jovial, se
dispuso a entrar con el carrito del desayuno. Era inmenso...¿dónde pensaban que
me iba yo a meter todo aquél arsenal?.
Le
di las gracias y calmosamente fue hacia la
puerta de la habitación cerrándola tras de sí. Me dispuse, ávidamente, a
dar mi primer trago de aquél aromático café que me estaba pidiendo a gritos que
lo saboreara cuando, a medio trago, un fugaz pensamiento cruzó mi mente... éste
camarero era muy mayor... o me lo parecía a mí. Y no era el que me había
recibido la noche anterior, no.
Desayuné
lo que el cuerpo quiso y una ducha confortable me terminó por recuperar las
energías que , el día anterior, había maltratado mucho.
Bajé
en el ascensor sin encontrarme con ninguna persona y una puerta más pequeña,
opuesta a la principal y mucho más cercana, me ofreció la posibilidad de salir
por ella y así lo hice.
No
noté nada. Enfrascado en recorrer con la mirada las grandes y lujosas tiendas
de aquella avenida de tronío, con sabor a "siempre", de observar sus
primorosas fachadas del siglo diecinueve muchas de ellas; ensimismado a la vez
por el trajín continuo del tráfico; en fin, saboreando el paisaje tardé mucho
tiempo hasta darme cuenta de una circunstancia.
Iba
a cruzar la calle por una esquina que tenía su correspondiente paso de
peatones, cuando, la natural aglomeración que se forma al estar
"cerrado" para los peatones, uno que quiso pasar entre el pequeño
hueco que había entre la pared y yo, sin querer, me dio un pequeño empujón. Yo,
intentando ser correcto desde pequeño, me adelanté a pedirle perón por algo que
no había provocado; pero así me han educado. Tengo que decir que él se apresuró
a pedir perdón, lo que le honra, y fue en ese cruce rápido de miradas, cuando
caí en la cuenta. ¡Otro anciano!. Reparé que los que estaban en aquél grupo a
la espera del semáforo todos eran ancianos de diferentes edades posiblemente,
pero ancianos.
Crucé
el semáforo mirando a casa individuo que tenía al lado o con el que me cruzaba
y el resultado siempre era el mismo: ancianos.
Observé
a los conductores de los vehículos que circulaban; los de los taxis; los
conductores de los autobuses; los del servicio de limpieza; los guardias
urbanos....¡todos!...¡todos eran ancianos!.
Estaba
empezando a sentirme mal; no porque realmente tuviera mal cuerpo sino porque
comenzaba a creerme que aquello era una pesadilla; aunque la sangre que vi en
mi pañuelo, fruto de un mordisco que me di disimuladamente en mis labios, me
hizo comprender que si aquello era una pesadilla, lo que no cabía duda era que
la estaba viviendo.
Una
charanga que ser aproximaba con los típicos ritmos de Semana Grande, me hizo
concebir la esperanza de que de un momento a otro vería aparecer a los
muchachos y muchachas con sus coloridos blusones danzar al ritmo de lo que
marcaba la fanfarria de su peña; y
esperé con anhelo verlos aparecer tras el blindaje que les proporcionaban la
concurrida asistencia de gente , ya a media mañana, por la calle.
Tres
minutos y medio después me percaté, aún con más asombro, que los danzarines que
bailaban al son juvenil de la charanga, sobrepasaban con creces mi edad ya
madurita. Y se movían primorosamente, pero...eran viejos.
No
lo pude soportar más; llegué, incluso, a pensar que se habían puesto máscaras,
primorosamente confeccionadas, con algún motivo; en mi desazón pensé incluso
que todo aquello estaba orquestado en contra mía.
Un
ligero apretón a nivel de tripas, me obligó de inmediato a volver hacia el
hotel; para solventar el tema y, sobre todo, porque algo me obligaba a buscar
refugio en algún sitio; y el más reconocido por mí en ese momento, era la
habitación 66 del hotel.
Llegué
en menos que canta un gallo; o así me lo pareció. La urgencia era la urgencia y
subí rápidamente hasta la habitación. Entré en el servicio y más relajado, miré a la persona que se
reflejaba en el espejo de enfrente. No di un salto, sin duda por las circunstancias
en las que me encontraba; pero allí, en aquél espejo, no estaba
yo...había...había un anciano. Con mi cara, mis facciones...pero con cincuenta
años más...No era un sueño, no.
Para el V Premio TERBI de Relato Temático Fantástico Mundo Envejecido. Tertulia de Bilbao.
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