Había
madrugado, según su costumbre desde hacía años. Y, en su rutina cotidiana, se
encontraba el primero de una raquítica cola para entrar en la Biblioteca
Municipal de aquél pueblo; su pueblo. En su mano derecha, casi
estrujándolo, el carnet que le
acreditaba como socio. Era pura manía; ya hacía tiempo que el encargado de la
entrada le saludaba con una muda sonrisa y el gesto manifiesto de que pasara ,
pues le conocía de toda la vida; pero él, erre que erre, se empeñaba en
enseñarle el salvoconducto todos los días.
Llevaba
gabardina casi nueve meses al año; sólo
prescindía de esa vestimenta aquellos meses de calor; a mediados de septiembre,
con alguna excepción, volvía a enfundársela como si de un uniforme escolar se tratara.
Era
aseado, pero no le lucía. Su incipiente calvicie, contrastaba, con largas
vedejas de cabello diseminadas sin orden
por la parte que aún conservaba pelo y de desigual longitud. Le daba aspecto de
una persona dejada; cosa que,
efectivamente, lo era.
Unas
gafas gruesas y enormes, completaban el aspecto general del individuo, quien,
además, siempre iba acompañado de un inseparable cuadernillo de notas, manchado
por todos los sitios y cuyos chafarrinones, recogían, por completo, el espectro
cromático del arco iris en su totalidad.
Una
vez dentro de la biblioteca; era el ejemplo perfecto de cómo se debe de
comportar quien visita esos lugares. Jamás dijo una palabra más alta de lo
claramente permitido; emitía un susurro prácticamente inaudible; y, no dudaba
llamar la atención a quien no cumpliera con esa norma básica de comportamiento;
eso sí; siempre y cuando no se encontrara abstraído en su nube; en cuyo caso ya
se podía derrumbar la Bóveda Celestial, que él, ni se enteraba.
¿Qué
era lo que nuestro hombre buscaba?. Pues un misterio. Nadie conocía, realmente,
qué perseguía o estudiaba en sus constantes visitas al centro. Los empleados,
mientras almorzaban, exponían sus
diversas teorías; intentando descubrirlo a través del registro de libros
consultados; pero éstos eran tan dispares que, definitivamente, sólo podían
hacer conjeturas; nada concreto.
Tan
pronto estaba consultando La Eneida de Virgilio, como Las Cantigas de Santa
María de Alfonso X, La Divina Comedia de Dante,
El Decamerón de Boccaccio o intercalaba, El nombre de la Rosa de Umberto
Eco, La Fortaleza Digital de Dan Brown o
las mismísimas Aventuras del Capitán
Alatriste de Pérez-Reverte; y de todas ellas no paraba de hacer anotaciones en
su cuaderno de ruta.
Llegaron
a plantearse, en determinado momento en un conciliábulo entre trabajadores y
clientes asiduos de aquél amplio depósito de libros, si su paisano, no estaría
perturbado; el portador de aquella
gabardina que no se quitaba salvo en contadas ocasiones, ni en el interior de
la estancia; por mucho calor que en ella hiciera.
Lo
desterraron de sus cabezas rápidamente; su comportamiento era ejemplar; quizás
un poco difuso y abstraído, pero muy correcto. No sentían temor; era
simplemente, una profunda intriga la que
experimentaban ante la imposibilidad de seguir un hilo argumental que les
pusiera en la pista de descubrir lo que aquél sujeto hacía.
Nuestro
ciudadano proseguía, cotidianamente, con su rutina y su quehacer ; que no era
otro que poner en el mostrador de la Bibliotecaria el papel con la lista de
títulos que ese día iba a inspeccionar. Llegó un momento que la señora encargada de facilitarle esos
títulos, no se inmutaba ni para sus adentros, al releer esa lista y comprobar
que ninguno de aquellos títulos, a simple vista, guardaban alguna relación
entre sí.
Con
una primera tanda de volúmenes bajo sus brazos, caminaba despacio hasta el
lugar que él ya tenía asignado por la costumbre y porque había logrado, a fuerza de ser visto allí,
que los demás usuarios le respetaran, casi de manera prusiana, su sitio de trabajo.
Extendía
el primer tomo sin una prioridad aparente y comenzaba a leer páginas, saltando
a otras, volviendo de nuevo atrás, releyendo capítulos o frases y tomando
notas. Constantemente, se le veía hacer anotaciones o copiar párrafos de tal o
cual obra en su cuaderno de bitácora..
Paraba.
Se abstraía un buen rato con la mirada fija en algún punto de un rincón del
techo en el que sólo él veía lo que nadie más podía ver y tras un rato
ensimismado en pensamientos, ¡vaya usted a saber!, retomaba con mucha pausa su
labor.
Se
ensimismaba tanto que, aunque la Biblioteca no cerraba a mediodía, siempre se
le acercaba el bedel para recordarle lo tarde que era y que todavía no había
comido. Obediente como un autómata, dejaba su rincón desordenado, con el libro
abierto por dónde estaba leyéndolo o tomando notas y, eso sí, recogía siempre
su manuscrito y lo protegía en el bolsillo interno de aquella gabardina,
arrugada y raída por el tiempo y la despreocupación de su dueño.
Comía
en un bar cercano a su cubil literario. Y lo hacía de una manera rápida. No era
cuestión de perder el tiempo. Había tantas cosas que leer...
Casi
en un suspiro, se le volvía a ver entrar por la angosta y vieja, además de
llena de carcoma, puerta de la Biblioteca. Y se repetía, ceremoniosa y
tozudamente, la exhibición de enseñar su carnet a quien, simplemente, lo
obviaba; pues conocía de sobra al portador.
Volvía
a sentarse en su lugar sagrado, su "Sancta Sanctorum"; e,
inmediatamente, cuaderno en ristre, llegaba a perderse, de nuevo, en las profundidades de sus sueños y
pensamientos. A ciertos intervalos, no calculados, hacía aquí o allá algunas
anotaciones, repaginaba, cerraba un libro y abría otro; consultaba un tercero y
volvía a anotar; luego recaía en algún momento de éxtasis y, con mirada
bobalicona, parecía sonreír a un infinito mucho más, aún, imaginario.
A
las seis de cada tarde, el bedel tenía la costumbre de tomarse un cafetito con
leche en un bar de los alrededores; y, así mismo, todos los días, sin falta, le
subía uno, en contra de las normas, a su admirado visitador diario.
Con
un gesto de complicidad; partía medio terrón de uno de los azucarillos y le
echaba en el café, al que, con un par de vueltas de cucharilla, consideraba que
era suficientes para darle el toque de dulzor que a él le gustaba.
Le
apetecía, siempre, el calor de aquél café vespertino; y lo bebía con bastante
presteza. Eso sí, sin dejar de entre leer
el párrafo o línea del libro que estuviera consultando.
A
la hora de cerrar al público la Biblioteca, siempre era el último en salir; en
parte por su recalcitrante despiste y persistencia en estar sumergido en otro
mundo y, por otro lado, explotaba la opinión que de él se tenía para arañar
unos preciosos minuto más para poder estar junto a sus libros.
Para
él no existía un olor más cautivador que el que desprendían los libros más
antiguos allí recogidos. El olor al engrudo con que se les había encuadernado.
Era feliz. Su investigación, sobre lo que fuera, nunca se terminaría.
Simplemente leía con el único afán de pretender saber más.
Volvía
a su casa taciturno y a medida que subía por la calle Cerquillas del Raso, su vereda
habitual, su cabeza ya iba dando vueltas a los manuscritos que debería de
consultar a la mañana siguiente para aclarar ciertas dudas que, al consultar los
textos de ese día, le habían surgido.
Siempre
la Biblioteca en su cabeza...en lo más recóndito de su cerebro se le encendía
una ligera lucecita, casi lamparilla,
que le incitaba a pensar que, en un tiempo muy corto, se construiría una
nueva y coqueta Biblioteca en Moralzarzal que, a caso, la llamaran Casa Grande...
Continuó
su camino sumergido en pensamientos que sólo él era conocedor de sus enigmas...
Para el Premio Don Manuel de Narrativa. Concejalía de Cultura del Excmo. Ayuntamiento de Moralzarzal. (Madrid).
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