martes, 5 de mayo de 2015

Olor a engrudo


Había madrugado, según su costumbre desde hacía años. Y, en su rutina cotidiana, se encontraba el primero de una raquítica cola para entrar en la Biblioteca Municipal de aquél pueblo; su pueblo. En su mano derecha, casi estrujándolo,  el carnet que le acreditaba como socio. Era pura manía; ya hacía tiempo que el encargado de la entrada le saludaba con una muda sonrisa y el gesto manifiesto de que pasara , pues le conocía de toda la vida; pero él, erre que erre, se empeñaba en enseñarle el salvoconducto todos los días.
Llevaba gabardina casi  nueve meses al año; sólo prescindía de esa vestimenta aquellos meses de calor; a mediados de septiembre, con alguna excepción, volvía a enfundársela como si de un  uniforme escolar se tratara.
Era aseado, pero no le lucía. Su incipiente calvicie, contrastaba, con largas vedejas de cabello  diseminadas sin orden por la parte que aún conservaba pelo y de desigual longitud. Le daba aspecto de  una persona dejada; cosa que, efectivamente, lo era.
Unas gafas gruesas y enormes, completaban el aspecto general del individuo, quien, además, siempre iba acompañado de un inseparable cuadernillo de notas, manchado por todos los sitios y cuyos chafarrinones, recogían, por completo, el espectro cromático del arco iris en su totalidad.
Una vez dentro de la biblioteca; era el ejemplo perfecto de cómo se debe de comportar quien visita esos lugares. Jamás dijo una palabra más alta de lo claramente permitido; emitía un susurro prácticamente inaudible; y, no dudaba llamar la atención a quien no cumpliera con esa norma básica de comportamiento; eso sí; siempre y cuando no se encontrara abstraído en su nube; en cuyo caso ya se podía derrumbar la Bóveda Celestial, que él, ni se enteraba.
¿Qué era lo que nuestro hombre buscaba?. Pues un misterio. Nadie conocía, realmente, qué perseguía o estudiaba en sus constantes visitas al centro. Los empleados, mientras almorzaban, exponían sus  diversas teorías; intentando descubrirlo a través del registro de libros consultados; pero éstos eran tan dispares que, definitivamente, sólo podían hacer conjeturas; nada concreto.
Tan pronto estaba consultando La Eneida de Virgilio, como Las Cantigas de Santa María de Alfonso X, La Divina Comedia de Dante,  El Decamerón de Boccaccio o intercalaba, El nombre de la Rosa de Umberto Eco, La Fortaleza Digital de Dan Brown  o las  mismísimas Aventuras del Capitán Alatriste de Pérez-Reverte; y de todas ellas no paraba de hacer anotaciones en su cuaderno de ruta.
Llegaron a plantearse, en determinado momento en un conciliábulo entre trabajadores y clientes asiduos de aquél amplio depósito de libros, si su paisano, no estaría perturbado;  el portador de aquella gabardina que no se quitaba salvo en contadas ocasiones, ni en el interior de la estancia; por mucho calor que en ella hiciera.
Lo desterraron de sus cabezas rápidamente; su comportamiento era ejemplar; quizás un poco difuso y abstraído, pero muy correcto. No sentían temor; era simplemente,  una profunda intriga la que experimentaban ante la imposibilidad de seguir un hilo argumental que les pusiera en la pista de descubrir lo que aquél sujeto hacía.
Nuestro ciudadano proseguía, cotidianamente, con su rutina y su quehacer ; que no era otro que poner en el mostrador de la Bibliotecaria el papel con la lista de títulos que ese día iba a inspeccionar. Llegó un momento que  la señora encargada de facilitarle esos títulos, no se inmutaba ni para sus adentros, al releer esa lista y comprobar que ninguno de aquellos títulos, a simple vista, guardaban alguna relación entre sí.
Con una primera tanda de volúmenes bajo sus brazos, caminaba despacio hasta el lugar que él ya tenía asignado por la costumbre y porque  había logrado, a fuerza de ser visto allí, que los demás usuarios le respetaran, casi de manera prusiana,  su sitio de trabajo.
Extendía el primer tomo sin una prioridad aparente y comenzaba a leer páginas, saltando a otras, volviendo de nuevo atrás, releyendo capítulos o frases y tomando notas. Constantemente, se le veía hacer anotaciones o copiar párrafos de tal o cual obra en su cuaderno de bitácora..
Paraba. Se abstraía un buen rato con la mirada fija en algún punto de un rincón del techo en el que sólo él veía lo que nadie más podía ver y tras un rato ensimismado en pensamientos, ¡vaya usted a saber!, retomaba con mucha pausa su labor.
Se ensimismaba tanto que, aunque la Biblioteca no cerraba a mediodía, siempre se le acercaba el bedel para recordarle lo tarde que era y que todavía no había comido. Obediente como un autómata, dejaba su rincón desordenado, con el libro abierto por dónde estaba leyéndolo o tomando notas y, eso sí, recogía siempre su manuscrito y lo protegía en el bolsillo interno de aquella gabardina, arrugada y raída por el tiempo y la despreocupación de su dueño.
Comía en un bar cercano a su cubil literario. Y lo hacía de una manera rápida. No era cuestión de perder el tiempo. Había tantas cosas que leer...
Casi en un suspiro, se le volvía a ver entrar por la angosta y vieja, además de llena de carcoma, puerta de la Biblioteca. Y se repetía, ceremoniosa y tozudamente, la exhibición de enseñar su carnet a quien, simplemente, lo obviaba; pues conocía de sobra al portador.
Volvía a sentarse en su lugar sagrado, su "Sancta Sanctorum"; e, inmediatamente, cuaderno en ristre, llegaba a perderse, de nuevo,  en las profundidades de sus sueños y pensamientos. A ciertos intervalos, no calculados, hacía aquí o allá algunas anotaciones, repaginaba, cerraba un libro y abría otro; consultaba un tercero y volvía a anotar; luego recaía en algún momento de éxtasis y, con mirada bobalicona, parecía sonreír a un infinito mucho más, aún,  imaginario.
A las seis de cada tarde, el bedel tenía la costumbre de tomarse un cafetito con leche en un bar de los alrededores; y, así mismo, todos los días, sin falta, le subía uno, en contra de las normas, a su admirado visitador diario.
Con un gesto de complicidad; partía medio terrón de uno de los azucarillos y le echaba en el café, al que, con un par de vueltas de cucharilla, consideraba que era suficientes para darle el toque de dulzor que a él le gustaba.
Le apetecía, siempre, el calor de aquél café vespertino; y lo bebía con bastante presteza. Eso sí, sin dejar de entre leer  el párrafo o línea del libro que estuviera consultando.
A la hora de cerrar al público la Biblioteca, siempre era el último en salir; en parte por su recalcitrante despiste y persistencia en estar sumergido en otro mundo y, por otro lado, explotaba la opinión que de él se tenía para arañar unos preciosos minuto más para poder estar junto a sus libros.
Para él no existía un olor más cautivador que el que desprendían los libros más antiguos allí recogidos. El olor al engrudo con que se les había encuadernado. Era feliz. Su investigación, sobre lo que fuera, nunca se terminaría. Simplemente leía con el único afán de pretender saber más.
Volvía a su casa taciturno y a medida que subía por la calle Cerquillas del Raso, su vereda habitual, su cabeza ya iba dando vueltas a los manuscritos que debería de consultar a la mañana siguiente para aclarar ciertas dudas que, al consultar los textos de ese día, le habían surgido.
Siempre la Biblioteca en su cabeza...en lo más recóndito de su cerebro se le encendía una ligera lucecita, casi lamparilla,  que le incitaba a pensar que, en un tiempo muy corto, se construiría una nueva y coqueta Biblioteca en Moralzarzal que, a caso,  la llamaran Casa Grande...

Continuó su camino sumergido en pensamientos que sólo él era conocedor de sus enigmas...

Para el Premio Don Manuel de Narrativa. Concejalía de Cultura del Excmo. Ayuntamiento de Moralzarzal. (Madrid).

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